jueves, 23 de marzo de 2017

Exiliados en el paraíso

-¿Y cuanto tiempo llevan escuchando estos ruidos en las cañerías de la casa?, me preguntó el fontanero. –Prácticamente desde que nos mudamos, le respondí. Cogió unas herramientas y empezó a toquetear por debajo de la pila de la cocina. Le miré con desgana. Fui a mi habitación a arreglarme; esa noche tenía una gran actuación en el RiverKing, el mejor bar de Dream City. Mi marido estaba trabajando pero me había dicho que iría. Eso me agradaba, pero más me agradaba que fuese Miles Cazale, el gerente del bar. Estaba teniendo una aventura con él, y seguramente haría que mi espectáculo fuese fijo, lo que me daría una estabilidad económica que no tenía y no tendría que depender de mi marido por si algún día decidía dejarle.
Me maquillé, me pinté los labios y me puse mi conjunto más provocador. Pese a haber pasado la treintena, mantenía un buen cuerpo y un mayor atractivo. Siempre me habían gustado mis ojos. Eran verdes y muchos hombres coincidían en que eran enigmáticos. También me lo habían dicho algunas mujeres que se habían quedado prendadas de ellos. Ese día estaba realmente contenta. Cuando salí del baño me sobresalté al ver al fontanero; casi me había olvidado de que seguía allí. Le pregunté que qué le parecía mi conjunto. Se dio un cabezazo con la parte inferior de la pila. Se sonrojó y me dijo que estaba preciosa. Aquello me pareció de una inocencia encantadora. Le dije que yo me tenía que ir, y que no se preocupase si le daba la tentación de llevarse algo. Las cosas de valor escaseaban en esa casa, y además, pronto podría reponerlas cuando mi espectáculo saliese adelante.
Me marché de casa, el paisaje a lo lejos era precioso. Las nubes eran rosadas, iluminadas por el sol que estaba escondiéndose en su ocaso. Todos me miraban. Es cierto que iba muy arreglada para ser un miércoles por la tarde, pero no me importaba. Yo esa noche triunfaría mientras los demás seguirían en sus mediocres trabajos. Llegué a la puerta del RiverKing y suspiré sonriente. Abrí la puerta y allí estaba el señor Cazale. Le di un rápido beso en los labios. El local aun no había abierto para el público. Lo haría en una hora, después de cenar. Ahora, en verano oscurecía más tarde. Los demás días habían sido nublados, pero ese había sido soleado, con pocas nubes. Eso era una señal. Ensayé mis números de baile. Hablé con las bailarinas que me acompañarían y les expliqué ciertos conceptos para que todo saliese perfecto. El nerviosismo que había tenido los días de antes se sustituyó por ansiedad. Quería salir ya y demostrar mi valía. Los minutos pasaban lentos, pero las mesas se empezaban a llenar de clientes que pedían algo de comer, o algo de beber, o ambas cosas, claro.
Pude vislumbrar a mi marido entrando con su viejo maletín en el establecimiento. Se sentó en una mesa bastante cercana al escenario y a la mesa donde estaban Miles Cazale y dos de sus amigos. Por un momento me avergoncé de él. Llevaba una americana desgastada y el pelo grasiento, pero rápidamente se me pasó esa sensación. Era un buen hombre. Siempre lo había sido. Trabajador y honesto. No me habría enfadado si hubiese tenido una aventura, ni mucho menos. Todos tenemos derecho a desahogarnos con otra persona, pero dudaba que mi marido tuviese fuerzas para mantener a dos mujeres a la vez sin colapsarse.
Unos minutos después Miles Cazale subió al escenario y resumió el espectáculo de esa noche. Tenía una voz profunda y carismática. Es lo que más me gustaba de él. Aún no había cumplido los cincuenta y mantenía una silueta elegante. Confiaba en mí. Sabía que yo reflotaría la economía de ese bar. Me confesó que llevaba unos meses en números rojos, y que lo había apostado todo a mi carta. Eso no me presionaba. Al revés; me sentía halagada. Nos presentó y el gran momento llegó. Salimos al escenario. Las bailarinas me precedían. Yo llevaba un abrigo largo, que en mitad del primer número me quitaría dejando ver mi cuerpo tapado solo por un escueto biquini. Durante tres minutos todo fluyó perfectamente. Los hombres del local miraban embobados, sus mujeres les daban codazos para que despertasen, pero en un punto del espectáculo algo se torció. Cazale y sus amigos me lanzaron unos piropos inapropiados. Cazale hizo alusión a mi relación con él. No paraba de decir cosas, como “yo he estado en la cama con esa maravilla” y sus amigos le aplaudían. En ese instante vi como mi marido se levantaba de su mesa con el botellín de cerveza en la mano. Por un momento tuve la esperanza de que se marchase y que hablase conmigo civilizadamente en casa, pero no cogió ese camino.
Levantó su botellín y lo estampó directamente en la cabeza de Cazale; rápidamente él y sus amigos se precipitaron sobre mi marido. Yo fui corriendo para separarlos con la mala fortuna de que me tropecé con una de las sillas y caí al suelo. La escena era patética. Se formó una auténtica batalla campal alrededor de mi marido, Cazale y sus amigos. Los vasos sobrevolaban la estancia, las sillas dejaron de ser útiles para sentarse, y unos se las comenzaron a lanzar a otros. Algún alma con sentido común llamó a la policía. En diez minutos todo se había disuelto. Vi como llevaban a mi marido a una ambulancia. Me tranquilizó que caminase por su propio pie. Cazale no podía presumir de ello. Se quejaba de una pierna, además de la brecha que tenía en la cabeza, que era algo profunda. “Esa mujer ha clausurado mi bar para siempre” le oí decir. Bueno, exactamente no lo dijo con esas palabras, pero no quiero reproducir la expresión que utilizó. Me dolieron mucho en su momento, por lo que no quiero repetirlas.
Me puse mi abrigo, caminé calle abajo hacia mi casa. Tal vez después de aquella noche no lo fuese nunca más. Iría buscando un motel para pasar las próximas semanas, mientras todo se tranquilizaba. No sería la primera vez que dormía en una habitación donde tenía que dejar la maleta fuera porque dentro no había sitio. Supuse que mi marido no querría saber nada de mí. Temía que me diese los papeles del divorcio. Siempre le dije que no era una buena idea casarnos. Era muy precipitado y podían pasar muchas cosas. No me hizo caso. Las nubes habían vuelto a cubrir el cielo. En la oscuridad de la noche se podían distinguir esas nubes iluminadas por la luna. Abrí la puerta de mi casa y me senté en una de las sillas que rodeaba la mesa de la cocina. Escuché atenta y comprobé que las cañerías seguían sonando igual que antes. Solo había cambiado su sonido. Ahora era una nota más aguda la que entonaban esas tuberías. Encendí la luz y vi que encima de la mesa el fontanero había dejado su número por si necesitaba algo. Me alegraba que no lo hubiese arreglado. Así lo volvería a ver. Me preguntaba si en ese momento con el maquillaje corrido, despeinada y con el ánimo quebrado, seguiría diciendo que estaba preciosa de esa manera tan inocente y encantadora. En esos momentos es realmente cuando una necesita oír una voz sincera que la recomponga.

Me desvestí, me desmaquillé y por primera vez en muchos meses lloré apretando mi rostro contra la almohada.

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