martes, 9 de enero de 2018

Tierra quemada

Tiempo atrás vivimos en una casita de campo. No era muy espaciosa, pero era bastante acogedora. Teníamos nuestra chimenea, y para los días de invierno de verdadero frío nos ayudábamos con un radiador de gas para entrar en calor. Nuestra rutina era sencilla. Marianne bajaba al pueblo a por leche, cigarrillos y whisky y yo iba a por leña al bosque o me quedaba en casa fregando lo que habíamos cenado la noche anterior. Teníamos un pequeño huerto en el que cultivábamos tomates, berenjenas y zanahorias; además teníamos tres gallinas. Teníamos un pacto con la casa de los Thompson. Ellos nos daban carne a cambio de huevos. A mí aquellas cosas me hacían ilusión; era como volver a los tiempos del trueque y me había acostumbrado tanto a aquello que cuando alguna vez los Thompson se iban de vacaciones y teníamos que bajar al pueblo a por comida; pagar por un muslo de pollo o por una bandeja de filetes me parecía irreal.
Yo trabajaba de guardabosques por aquella época. Había estudiado una ingeniería, pero en aquellos tiempos el trabajo no abundaba, así que no dudé en aceptar aquella oferta. Fue el motivo por el que nos mudamos. Antes vivíamos en la ciudad; cada uno con nuestros respectivos padres. Marianne no terminó la carrera de periodismo, y no trabajaba si entendemos el trabajo de un modo clásico. Ella escribía. A mí entender lo hacía muy bien y ya le habían publicado un par de relatos en una revista digital. Yo siempre leía sus relatos y trataba de prestar mucha atención en la lectura para que no se me escapase ningún tipo de falta ortográfica o tipográfica si es que la hubiera. Formábamos un buen equipo, hasta la fatídica noche, claro.
 Como guardabosques, llevaba a cabo mi trabajo lo mejor que sabía. Me encargaba de vigilar unas hectáreas determinadas. Solía ir a trabajar en bici para poder hacer las rondas más rápido, pero casi siempre tardaba lo mismo o más, porque me bajaba continuamente de la bicicleta para comprobar cualquier objeto que me resultara sospechoso de ser inflamable. Una vez descubrí detrás de unos matorrales a una chica con una cerilla y una lata de gasolina. Era una pirómana pero con poca práctica. La gasolina olía mucho y le temblaban mucho las manos. La frené antes de que terminara de rociar aquella lata por el verde prado. La llevé a la comisaría del pueblo y a los tres días me entregaron una medallita por el tesón con el que protegía el medio ambiente. “Proteger a las personas del medio ambiente, y proteger al medio ambiente de las personas”, ese era nuestro lema, pero a veces tenía la sensación que la primera parte sobraba. Al final solo éramos unos insectos un poco más grandes y molestos que nada podíamos hacer ante un arranque de ira de la tierra.
La semana previa a la fatídica noche, el ambiente estaba enrarecido en casa y en el exterior. Marianne tenía la gripe y yo, por simple estadística, tenía todas las papeletas de ser contagiado. Ella había dejado de escribir por las mañanas y yo compaginaba mi trabajo de guardabosques con cuidarla. Iba al pueblo a por medicinas y había vedado el paso de tabaco y alcohol en casa hasta que no se recuperara. Marianne estaba de muy mal humor, supongo que por la falta de nicotina, pero no estaba dispuesto a dejar que sus defensas no se recuperaran, así que aunque me hablaba con cierta ironía y desdén, yo trataba de responderle quitándole importancia. La noche fatídica Marianne tuvo un pico de fiebre. Empezó a delirar y a hablar sobre antiguos novios, sobre lo que le habría gustado terminar la carrera o sobre su trayectoria fallida como escritora. Yo a cada rato le ponía hielo en la frente, pero no parecía surtir mucho efecto. Aquella noche me tocaba hacer la ronda, ya que éramos dos guardabosques, uno de día y otro de noche, y cada semana intercambiábamos el turno. Decidí salir y hacer la ronda muy rápido, pero cuando no llevaba ni cinco minutos montado en la bicicleta no pude evitar volver para ver cómo estaba Marianne. Cuando llegué, ella parecía haberse tranquilizado. Tenía los ojos cerrados y aunque no sé si dormía, por lo menos parecía más relajada. Hice poco ruido y me senté en el salón. Busqué durante un rato la botella para echar un trago porque yo también estaba un poco alterado, pero luego recordé que no había alcohol en casa. El chispeante fuego de nuestra hoguera, me recordó que había dejado de lado la ronda. Un olor a tierra quemada empezó a llegar a mi nariz. Al principio pensé que provenía de la hoguera, de alguna rama que se acabara de prender, pero un fogonazo de luz fuera me alertó. Cuando salí al exterior descubrí unas llamas amenazantes a lo lejos, pero aún así muy imponentes que se erigían alrededor de todo el bosque. Telefoneé lo más rápido que pude al número de emergencias y esperé sentado un instante que pudo ser fatídico ya que creí que las llamas no llegarían a nosotros, pese a que solo estaban a unos trescientos metros. La mano de Marianne me sacó de mi ensimismamiento. Ella también se había dado cuenta y no daba crédito a la pasividad con la que miraba al incendio. Le dije que ya había llamado a emergencias, me dijo que teníamos que salir de allí, y creo que en ese momento me di cuenta de la gravedad de la situación. Marianne cogió fuerzas de flaqueza. Salió en pijama y con un abrigo de casa. Encendió el motor del coche. Yo me disponía a salir cuando vi los relatos de Marianne encima de la mesa. No sé cuánto tiempo había pasado pero las llamas casi rodeaban la casa y el humo hacía que el ambiente fuese irrespirable. Cogí lo que pude mientras escuchaba los gritos de Marianne. Condujo hasta el pueblo y alertamos del incendio, aunque emergencias ya lo había hecho. La gente estaba expectante. A menos de dos kilómetros un incendio arrasaba nuestros recuerdos. Nuestra casa y nuestro huerto ahora serían cenizas, al igual que el de los Thompson, ¡los Thompson! Le dije a Marianne que no los habíamos avisado; ella me dijo que estarían bien, que se habrían dado cuenta porque el mayor de los Thompson no se acostaba hasta muy tarde, pero no pudo evitar un ligero temblor al final de la frase.
Nos fuimos a la ciudad más cercana que estaba a veinte kilómetros del incendio. Allí dormimos en un hotel. Marianne durmió o eso me hizo creer y yo creo que durante un rato dormí, pero la imagen de las llamas apareció en mis sueños para convertirlos en pesadillas y me desperté de forma irreversible. Me acerqué a la ventana y por un momento creí ver las llamas acercarse inexorablemente, pero me froté los ojos y solo era la luz lejana de las farolas. Con el nuevo día, las noticias que llegaban eran alentadoras. Había llovido y no había habido mucho viento, además de que no se había cobrado víctimas humanas, solo materiales; pero cuando vi a Marianne mirarme, supe que las víctimas no solo serían materiales.
Me pidió que le contara lo sucedido, y eso hice. Me dijo que los papeles que había salvado eran relatos antiguos, inútiles, que lo importante era el ordenador pero yo en ese momento no había visto nada aparte de la marabunta de folios escritos. Le pedí perdón pero nada parecía paliar el abismo que se había abierto a nuestros pies. En aquel momento compartíamos habitación pero no sentimientos. Yo la quería, la seguía queriendo; ella creo que ya no. Tal vez llevase un tiempo latente en su interior ese desapego que ahora me parecía inexplicable, y no hubiera sido capaz de darme cuenta. Quizá si hubiera interpretado sus palabras, sus actos, sus silencios de otra manera, habría entendido mejor aquel distanciamiento que me parecía tan repentino. Había muchas cosas que decir, pero me quedé callado y ella consideró que era mi forma de despedirme. Cogió las escasas pertenencias que había conseguido salvar antes de que el incendio arrasara nuestro hogar y se marchó de la habitación.
Ahora viéndolo con perspectiva, quizá la pérdida de nuestra casa, de nuestro huerto, de sus relatos, fue como la pérdida de un hijo metafórico. Un obstáculo casi siempre insuperable que rara vez una pareja es capaz de esquivar y avanzar, o de enfrentarse a él.
Recuerdo todo esto viendo a lo lejos la nueva casa de Marianne, cerca de la ciudad, pero en una zona a la que no afectó aquel incendio. He venido esta mañana hasta aquí con una botella de Whisky y una lata de gasolina dispuesto a rociar toda mi ira en la hierba seca. Estoy borracho y triste. La botella está semivacía. Marianne ha conseguido rehacer su vida mientras que yo he vagado de fábrica en fábrica dispuesto a ponerme el mono de trabajo, de empresa en empresa dispuesto a hablar de mis, a mi entender, buenas ideas, para evitar que se destrocen más hectáreas y más vidas, pero nadie me ha escuchado. He vuelto a casa de mis padres y siento que he fracasado; y sin embargo ella ha renacido de las cenizas literalmente y no puedo soportarlo. Se ha casado y ha conseguido todo lo que no consiguió conmigo. Ha tenido éxito y las editoriales se pelean porque escriba para ellas. Quiero quemarlo todo y que se repita la historia, que se divorcie, que pierda sus escritos; pero ahora me miro y nada de esto me parece tener sentido. Una chispa de lucidez ilumina mi cerebro. Recojo la lata y le doy un trago a la botella. Por poco lo hago al revés.

Las relaciones son parecidas a un incendio; empiezan de una forma imparable pese a que haya gente que quiera frenarlas, arrasan con todo, pero al final se extinguen. Sin embargo hay relaciones que sobreviven al incendio. La mía con Marianne no. No lo sé. Tal vez yo provocara aquel incendio después de todo. 

miércoles, 15 de noviembre de 2017

Hubo días mejores

1.Max, a horse with no name

La luz del sol que se filtraba por la ventana hizo abrir los ojos a Max, para cerrarlos inmediatamente a continuación, cegado por la excesiva luminosidad. Esa noche había dormido en un motel por horas. Esos moteles estaban enfocados a chicas de compañía, que hacían allí su trabajo y se iban, pero Max conocía a los dueños, una pareja de japoneses muy agradables y le habían dejado pasar la noche entera. Cuando Max tenía dinero solía ir allí, si no dormía en un rincón del parque que había descubierto, donde la corriente era mucho menor y las posibilidades de que una paloma te usase de lienzo para hacer sus necesidades fisiológicas también eran más bajas. Dormir bajo techo le ponía de un humor inmejorable. Darse una buena ducha y poder desayunar en un pequeño bar que también era de la pareja japonesa le parecía maravilloso, un plan perfecto. La vida de Max no siempre había sido así; una vez tuvo un puesto en una empresa importante, una familia y una bonita televisión de sesenta pulgadas, pero él eso ya no lo recordaba y hasta a veces dudaba de su propio nombre, ¿Max?, ¿Así se había llamado desde siempre?, imposible estar seguro.
En el bar estaban puestas las noticias en el pequeño televisor. Hablaban del calentamiento global, de las guerras en Siria y Oriente Próximo y diez minutos después estaban hablando del peinado del jugador de fútbol de moda o del golpe maestro de un tenista para ganar el partido, para después hablar del tiempo y de la ola de frío que golpeará toda la costa durante la semana. El telediario ofrecía una paleta de sensaciones que no podía darte ninguna película, libro o canción. “Fantástico, el mundo está igual de mal que yo. El planeta duerme en cajas de cartón, y los días con suerte consigue un techo. Es imposible sentirse más acompañado” pensó Max. Dejó las tortitas sin terminar y se bebió de un trago lo que quedaba de café. Siempre había sido más de beber que de comer. Salió a la calle a disfrutar de un sol que no calentaba y de un viento que sí enfriaba.
Max solía ir a la entrada de un gran centro comercial. Él no era de esos vagabundos que pedía, pero los empleados siempre le daban algo, aunque fuese poco todo sumaba. Se había apostado allí desde hacía años. Estaba cómodo, con la sensación de estar en su lugar, de que si un día su corazón dejara de latir, a alguien le importaría. – ¿Cómo va la jornada Max?—le preguntó Bonnie, una de las limpiadoras que había salido a fumarse un cigarrillo. –No va mal, supongo. Hoy he dormido bajo techo que nunca está mal, ya sabes, por cambiar la rutina, ¿tú qué tal?—respondió Max. –Bah, lo de siempre. Problemas en casa, problemas con los niños, problemas con mi marido. A veces me gustaría ser tú—dijo Bonnie, pero se arrepintió antes de terminar de decirlo porque las últimas palabras se le quedaron en la garganta. Miró a Max con una expresión de disculpa. Max se rio—Claro que te gustaría. Paso muchas menos horas que tú aquí y seguramente cobre más—Bonnie lo miró con una sonrisa sincera. –Siempre tan tú Max, siempre tan tú—le pasó una mano por la cara cariñosamente y se marchó de nuevo a trabajar.
Max se quedó un rato más allí, pero apenas salieron dos trabajadores que no conocía, de la segunda planta, la de moda de caballero a juzgar por su atuendo y nadie más, así que se marchó con las manos vacías y los bolsillos tiritando, o al revés. Esa mañana era una de las más frías del invierno.
Después de su jornada en el centro comercial se iba al bar de Siffredi, un italiano con pinta de mafioso pero con un buen corazón, que siempre invitaba a Max a una cerveza y algo de comer. Llegó antes de lo habitual y el bar estaba cerrado. Max intentó mirar a través de las ahumadas ventanas pero no vio a nadie, así que decidió hacer tiempo dando un paseo por la zona. No solía hacerlo, así que aquella le pareció una buena idea. Investigar un poco la zona; quizá encontrase un rinconcito mejor que el del parque en el que pasaba la mayoría de las noches. Max se dio cuenta de que aquel barrio era un barrio rico, y que la gente lo miraba con prejuicios, ya que él era una mezcla atípica. No llevaba andrajos, aunque sus prendas tuviesen algún que otro agujero, tampoco olía mal y menos aquel día, que había podido ducharse a placer, sin embargo su pelo descuidado, su barba cerrada y desordenada, y su boca mellada, eran las características que completaban el pack, y en las que más se fijaba la gente.
Decidió ir por una calle secundaria, ya que no soportaba ser el objetivo de las miradas de nadie. La calle estaba semivacía. Vio que daba a una especie de plazoleta y hasta allí se acercó. Cuando llegó allí, se dio cuenta de que no era ninguna plazoleta, si no un aparcamiento abandonado que se había convertido en una especie de descampado. Unas voces, al principio amortiguadas por la lejanía, empezaron a llegarle a los oídos. Cuando se acercó sigilosamente, vio a un hombre y una mujer discutir a voz en grito, sobre todo la mujer. El hombre parecía que intentaba mantener la calma, o que no quería que nadie le escuchara. La mujer, histérica, tenía el maquillaje distribuido por toda la cara, aunque no de la manera adecuada seguramente. Parecía que hubiera estado llorando, aunque ahora hablaba con voz potente y autoritaria. El hombre estaba de espaldas; Max, por temor a que le vieran, se puso detrás de unos contenedores viejos, para saciar la irrefrenable curiosidad humana.

2.Max y Trish, how to safe a life

Max estaba en la puerta del bar de Siffredi, donde había quedado con Trish. Era el único sitio que se podía permitir. Él no tendría que pagar su cena, y Trish solo tendría que pagar la suya. Además, era barato y por eso a Trish le gustó la perspectiva de probar aquel sitio. No parecía que tuviera mucho dinero tampoco; algo más que Max, desde luego, pero tampoco mucho. Trish parecía que se estaba retrasando y Max pensó que se habría encontrado con alguien; pero cuanto más tardaba, pensamientos más oscuros acudían a la cabeza de Max, como la posibilidad de que le hubiera pasado algo malo, o de que se hubiera arrepentido de quedar con él. Max, que se había afeitado por primera vez en mucho tiempo, y había ido a la peluquería después de pedirle de rodillas un préstamo de diez dólares a su amiga Bonnie.
Aquella cena, posiblemente fuese lo más importante desde que lo despidieron de su antigua empresa y de su antigua vida. Max no recordaba lo mucho que necesitaba hacer algo que mereciera la pena o que él creyese que merecía la pena, aunque hasta ese momento se le hubiera olvidado. Tener la sensación de no ser un estorbo. Qué amnesia más larga y más tonta había tenido durante tantos años.
Mientras tanto, Trish estaba sentada en un banco a un par de calles de donde había quedado con aquel peculiar vagabundo. Llegaba tarde, lo sabía; hacía frío, lo notaba, pero tenía la duda de que si lo que estaba haciendo estaba bien, o debía olvidarlo antes de que no hubiese marcha atrás. Tal vez debería olvidarlo y volver a su casa, pero una ráfaga de viento más fuerte que las anteriores, le hizo levantarse de ese banco y acudir a su cita con el mendigo.
Max seguía pensando en sus asuntos cuando vio a Trish. Ella no lo reconoció. “Normal”, admitió Max. Se había acicalado más que en los últimos años, y si no fuese por el mal estado de su dentadura, no parecía que fuera la misma persona. Max interceptó a Trish antes de que ella pudiera pasar al bar. Le dio el papel que Trish había garabateado y le había dado por la mañana con su nombre y número de teléfono, para demostrar que era él y los dos entraron al bar.
Dentro olía a pan recién hecho y a cerveza. No olía mal, lo que alivió a Max, que no quería que Trish se llevara una peor impresión de él de la que ya podía tener. Pidieron unos macarrones y un par de cervezas frías y se quedaron mirando en silencio, sin saber muy cómo empezar, o sin saber muy bien que decir. — ¿Qué opinas?, ¿Debería ir a la policía?—fue Trish la que abrió la conversación. Max la miró sin saber cómo aconsejarle, —Creo que deberías esperar, aún no tienes pruebas; esperar a que nazca el niño, demostrar que es su hijo, y entonces atacar en ese momento—terminó de decir Max. –No lo sé. No sé ni cómo te llamas, ni porque estoy aquí, pero cierto es que estoy desesperada. Tengo miedo. Hace tiempo vi en una película, como en una situación parecida, el hombre contrataba a un sicario y acababa con la amante. Prefería cargar con la muerte de alguien que ver su vida desmoronarse y eso es lo que me puede pasar—Trish hablaba atropelladamente, muy rápido, como si llevase esas palabras dentro desde hacía mucho y las estuviera vomitando.—Eso solo ocurre en la ficción—dijo Max, aunque sabía que no era cierto—déjame hacer unas llamadas y mañana o pasado lo tienes solucionado; verás como algo puedo hacer—. Trish lo miró asustada. ¿Quién era aquel hombre?, no era un mendigo al uso; parecía alguien importante, alguien que quería ir de incógnito. La esencia de un hombre relevante en el frasco de un vagabundo. —No te entiendo. No quiero que hagas daño a Pitt, es un buen hombre, pero un cobarde. No debería haber venido—le pidió Trish. –No le pasará nada. Por ahora tienes que volver a tu casa y blindarte, o a un motel un par de noches. Conozco uno muy agradable con desayuno incluido…—no quiero ir a un motel— respondió Trish. De repente aquello le empezó a dar miedo. Max sabía que la había asustado así que decidió centrar la conversación en ese tal Pitt. –¿Cómo dices que se llama?, Pitt…—Lauvergne—terminó la frase Trish. Pitt Lauvergne; ese nombre le traía muchos recuerdos a Max. Tantos que se tuvo que sostener la cabeza con las manos.

3.Trish y Pitt, I Want your Lovin´

Pitt conducía por la calle principal de la ciudad. Un nerviosismo persistente le recorría desde los pies hasta el cuello. Daba bruscos volantazos, se le caló el coche un par de veces y rugía como si necesitase respirar, pero Pitt no podía parar. Llegaba tarde a su cita con aquella mujer que le estaba amargando la vida. Tampoco le importaba. No quería verla. Hace un par de años, cuando empezó a acostarse con frecuencia con ella, aquello le parecía una idea fantástica. Se acostaba con una mujer, y volvía al calor del hogar con otra, que le quería y que le daba la estabilidad económica que necesitaba. No siempre iba bien en el bufete y ahora que las cosas empezaban a irle bien en el despacho, a Pitt se le complicaba la vida clandestina que había llevado.
No podía prever, que aquello ocurriría, que esa mujer se quedaría embarazada de él, pero tampoco entendía su obstinación en tener el niño, o la niña, o lo que fuera. Le parecía una chica soñadora, obcecada y algo imbécil. La quería, o por lo menos la había querido. Ahora le gustaría que desapareciera de su vida.
Allí estaba ella, en el viejo aparcamiento donde se habían reunido las últimas veces, ya que él no quería volver a quedar en su casa. Nunca había nadie, y por ello era un buen lugar para hablar. La mañana era tremendamente fría, pero en aquel lugar parecía como si uno se sintiera más resguardado, aunque cuando Trish empezó a gritar, el vendaval hizo olvidar a Pitt cualquier sensación agradable. –Pitt, voy a ir a tu casa, voy a tener a mi hijo, y se lo voy a decir a tu mujer. No eres un político como para hacerme tantas falsas promesas. “Te quiero Trish, me divorciaré Trish, dame tiempo Trish”, eres basura—terminó de decir Trish exhausta. –Baja la voz mujer. ¿Cuánto dinero quieres?, he encontrado una buena clínica en Los Ángeles para que abortes. El médico es cliente de mi bufete y me ha aseg…—respondió Pitt que no pudo terminar antes de que Trish lo interrumpiese. – ¡No quiero dinero, no quiero abortar, ni siquiera te quiero hijo de puta!—gritó Trish. –Cálmate—suplicó. –No quiero—lloraba Trish—no era tan difícil. Solo te tenías que separar de tu maldita mujer, y seríamos felices, pero no quisiste y mira donde hemos llegado. Claro que te quiero Pitt—farfulló Trish, que se había recompuesto y se había limpiado las lágrimas llevándose por delante su maquillaje.
La discusión no avanzaba y solo era una ristra de insultos y posteriores disculpas que no llevaban a nada. Trish se percató de la presencia de alguien, pero no se lo dijo a Pitt. No supo porque, pero tal vez un testigo no le vendría mal, así que se calló hasta que Pitt se marchó en su cadiilac gris sin haber llegado a ningún acuerdo con ella.
Se acercó sigilosamente al lugar donde había visto la silueta y comprobó como el hombre que había estado allí, intentaba huir. Trish lo persiguió y lo cogió por la solapa de un abrigo andrajoso. No era más que un mendigo, pero un impulso le hizo decir—Necesito hablar con alguien—el hombre asintió. Le escribió en un papel su número y su nombre y se marchó con paso rápido.
Por la tarde recibió una llamada. Al otro lado, una voz suave le dijo que si quería podían quedar en el bar de Siffredi a las 7. Le pasó la dirección y colgó. Trish se quedó sentada en su sillón durante largo rato, sin pensar en nada.

4.Pitt y Julia, Out of Time Man

Pitt bebía su café mientras echaba un vistazo al periódico. No se centraba en ninguna de las noticias, paseaba por los titulares sin posarse en ninguno. Estaba nervioso, como cada vez que se iba a encontrar con Trish, y aunque hacía múltiples esfuerzos, como que no le temblaran las manos o la voz, Julia se lo notaba. Siempre conseguía evadir las preguntas que le hacía con alguna broma, que también le servía para relajarse, pero aquel día era diferente. No se notaba con ganas de bromear, así que apostó por otra estrategia cuando ella le preguntó si estaba bien. –Estoy bien cariño, pero hoy tengo un caso importante—dijo Pitt. Julia preguntó que de qué se trataba. –Verás, es una chica que ha venido a nuestro bufete, diciendo que está embarazada de un hombre que no es su marido, si no su amante, y él se niega a tener el hijo, o por lo menos hacerse cargo de él, ya que tiene una familia y es feliz, y a ella solo la considera un despiste, algo pasajero, sin trascendencia—terminó de decir Pitt. Julia lo miró con aire reflexivo. Estaba pensando en cómo lo resolvería.
-Por cómo me lo has contado parece que lo supieras de primera mano—dijo Julia
-Bueno, ya sabes que me tomo el trabajo muy en serio—respondió Pitt
-Deberías relajarte, parece que estas cosas te afectan como si fuesen algo personal-
-Lo sé, ya me conoces, pero ¿tú qué harías, o que consejo le darías?-
-Mmm, le diría que es lo que pasa cuando pretendes que por chupársela a alguien, la otra persona va a cambiar su vida. Hombres, mujeres, todos necesitamos desahogarnos de la rutina, del día a día. El problema es el hijo; pero como es ella la que te ha pedido ayuda, tendrás que encontrar algún requiebro jurídico para que el hombre asuma su paternidad y se haga responsable de lo que ha hecho, de su “despiste”—dijo Julia haciendo énfasis en la última palabra.
Pitt no se esperaba aquella respuesta. Por un lado parecía que Julia conocía sus escarceos con Trish, pero que los asumía y los aceptaba, dando a entender que ella también había tenido sus aventuras. Por otro lado le decía que debía cargar con lo que había hecho al no haber tenido cuidado. No sabía que pensar. Pitt le dio las gracias, un beso y se marchó más nervioso que antes, si es que eso era posible.

5.Julia y Max, Black Night
Max estaba en casa de Julia. Julia en aquel momento no estaba casada. Max no sabía muy bien qué hacía allí, solo que Julia le llenaba la copa de vino constantemente. Pensándolo bien, sabía perfectamente porque estaba allí. Julia empezó a acercarse suavemente a sus labios y Max la evitó como pudo. –No puedo—dijo Max. –Estás despedido—dijo Julia.
Max salió de su casa rápidamente. No quería seguir allí. Estaba relativamente ebrio y aquella mujer le daba miedo. Intentaría cualquier cosa por mantener a flote su reputación y su empresa y ella sabía que Max era el único que podía hundirla. Sus demás empleados estaban demasiado ciegos como para poder verlo. Volvió a casa, con su mujer y sus hijos y se recostó junto a su mujer y la abrazó con fuerza. Ella se revolvió y le devolvió el abrazo.
Max era el secretario de Julia, y había descubierto un desfalco en las facturas, algo que no concordaba; una desviación de fondos hacia sus propias cuentas, e inocentemente le había preguntado si era un error, porque no concebía que Julia hiciese eso; pero cuando se lo comentó y ella cerró la puerta de su despacho y le dijo “ven a mi casa mañana y lo hablamos con tranquilidad” supo que era cierto. Que Julia se había estado lucrando de las ganancias de su empresa.
Los siguientes meses Max preparó junto a un abogado de primera, o eso decía su bufete, llamado Pitt Lauvergne una defensa férrea. Las pruebas eran concluyentes, pero en el juicio esas pruebas desaparecieron como por arte de magia; las preguntas que les hizo a los testigos no eran las pactadas y después se supo que Pitt Lauvergne había empezado a salir con Julia. Max tuvo que pagar unos honorarios que prácticamente lo dejaron en la ruina, aparte de que había perdido su trabajo. Pitt le dijo que lo sentía mucho pero que así era la vida. Max no tenía ni fuerzas para darle un puñetazo. Su mujer e hijos lo dejaron y Max empezó a vagar sin rumbo por las calles después de que el banco le embargara su casa por no poder afrontar la hipoteca, la luz o el gas.

6.Max y Johnny, Key to the highway

Max después de su cena con Trish, barajó las diferentes opciones para ayudarla. Podría hablar él mismo con Pitt, pero seguramente le reconocería, y además él no imponía lo suficiente como para decirle que no le hiciera nada a Trish y que la dejase actuar libremente; le habría encantado darle una paliza y decirle que así era la vida; que la vida te devuelve lo que tú le das, pero él no era así y desechó aquella posibilidad.
Entonces pensó en Johnny, Johnny PechoHojalata, así lo llamaban porque recibió tres balazos en el pecho y sobrevivió. Era un sicario de poca monta, pero a raíz de aquel suceso se había formado una leyenda sobre él, y había ganado bastante respeto en la ciudad. Max sabía que era arriesgado contactar con él, por lo que pudiera hacer. Estaba algo desequilibrado, pero siendo realistas, Max no podría pagar a alguien más cualificado para lo que él necesitaba. Alguien que lo intimidase y le dijese que si a Trish le pasaba algo, a él le pasaría lo mismo pero elevado al cuadrado. Johnny no sabía ni lo que era una potencia como para decirle aquello.
Max lo conocía bien. Le hizo un favor cuando la policía lo estaba persiguiendo hace años por un intercambio de drogas que salió mal. Johnny le pidió ayuda desesperado y Max lo guió a través de unas callejuelas por las que Max había aprendido a moverse como un guepardo. Sigiloso, rápido y efectivo. Nunca le había pedido nada a cambio, aunque Johnny después de eso le ofreció trabajar para él, pero Max tenía unos principios. Ahora veía como esos principios se desmoronaban.
Max después de dudarlo, llamó a Johnny y le dijo el plan. Eran algo más de las ocho de la tarde. –No quiero que le agredas, si acaso una pequeña caricia para que sepa que vas en serio. Espero que lo entiendas Johnny—dijo Max. –Claro amigo. Asustarlo, sin más, y si no le entiende un puño americano directo a su ojo. Claro que lo entiendo—respondió Johnny al otro lado del teléfono. Max resopló; le dio la dirección de donde trabajaba y le dijo que lo esperase y estudiara su ruta un par de días para elegir el mejor momento. Aquello no le daba ninguna seguridad. Trish ni siquiera le había pedido ayuda, solo quería hablar con alguien, pero Max sabía cómo iban estas cosas; siempre perdían los débiles y aquella era una oportunidad de cambiar el rumbo. Además, un sentimiento interno de vendetta le recorría las entrañas, aunque intentase negárselo a sí mismo.

7.Johnny y Pitt, broken bones

Johnny, después de seguir un par de días a Pitt y conocer su ruta, pensó que el mejor momento era cuando salía de trabajar e iba a por su coche. En aquel momento, todo estaba muy oscuro en aquel parking público y no salía acompañado por nadie, pero para asegurarse de que nadie le viera, se quedaría esperando dentro de su coche, como en las películas, le apuntaría con una pistola y lo controlaría a su antojo. Lo llevaría a un pequeño descampado y le daría una buena paliza. Max no entendía de estas cosas. O las cosas se hacía bien o no se hacían; esa era la filosofía de Johnny. Con palabras no iba a conseguir nada, así que lo mejor era pasar al segundo plato directamente; a que hablase su mejor argumento, sus puños.
El plan salió a la perfección. Pitt salió como siempre de su trabajo hacia las nueve de la noche, Johnny lo sorprendió dentro de su coche, lo llevó al pequeño descampado y le dio una paliza que hasta él se tuvo que poner hielo en los nudillos al volver a casa. A cada golpe decía, “esto es por Trish. Si le pasa algo, en la próxima no te dejo con vida”. Más o menos era lo que Johnny  le había dicho que dijese. Quizá más menos que más, pero que más daba. El mensaje le iba a quedar claro. Cuando terminó, en un arranque de piedad, se fue a una cabina cercana, y llamó a una ambulancia. Estaba inconsciente, pero sobreviviría, o eso quería pensar Johnny.
Johnny llamó a Max y le contó la situación. Este le gritó, le insultó y le dijo que era un inepto en su trabajo. Aquello no le ofendió porque no sabía lo que era. Le sonaba a salsa exótica. “Ponme una lubina, pero con inepto, que le da un buen sabor”. Se rió de sus propios pensamientos y se fue cuando empezaban a sonar las sirenas de la ambulancia.

8.Max, Hero?

Después de recibir la llamada de Johnny, Max volvió a entrar en el bar de Siffredi, el único techo que se podía permitir. La barba le volvía a salir, el pelo pronto se le descontrolaría, y su mandíbula mellada seguiría allí. Se apoyó en la barra cansado de todo. Todos aquellos sueños de cambiar de vida, de una segunda oportunidad, se desvanecieron como huellas en la arena, como gotas de lluvia en un cristal. Todo parecía haber sido un espejismo. Sabía que aquello era lo más probable, que Johnny le asestara una paliza a Pitt Lauvergne, y por dentro quería que aquello ocurriera, pero después de todo, el fuego de su venganza se había mitigado, y ni siquiera se sentía cómodo consigo mismo. No conseguía encontrar la postura en el taburete. Pidió otra cerveza a Siffredi y se quedó sentado largo rato.
¿Héroe?, ¿villano? Depende del lado del que lo mires, claro. Quería creer que había salvado una vida, que a lo mejor ni siquiera estaba en peligro, pero que se había hecho creer que si lo estaba, y que lo que estaba haciendo era lo correcto. Para salvar una vida, quizá había arruinado otra. Después de ir dando tumbos, se refugió en su pequeño rincón del parque, y concilió el sueño de los borrachos. Un sueño pesado, irregular y lleno de dulces pesadillas.
A la mañana siguiente, Trish lo llamó histérica, después de haberse enterado de lo que le había hecho a Pitt. Max intentó explicarle, que ese no era su plan y que lo sentía, pero ella le dijo que se lo diría a la policía, que era un monstruo. Pitt era un gallina, pero no se merecía aquello y jamás le habría hecho daño. Colgó y Max se incorporó como pudo y se sentó en aquel banco. Tenía algo de resaca, y los gritos de Trish no habían ayudado a mitigarla. Cogió sus escasas pertenencias escondidas en un seto cercano, y fue al centro comercial como cada mañana, pero esta vez, todo le olía a despedida. Johnny le llamó y le dijo que lo mejor es que se fuera de la ciudad, que las cosas se podían poner chungas. Max lo sabía. Todo aquello que él había creído que era su segunda oportunidad, no lo era, pero quizá esta vez sí. Otra ciudad, otro comienzo.
-Hola Bonnie. Me voy de la ciudad y quería decirte adiós—dijo Max
-Hola cariño. Llevo años esperando que lo hagas. Te mereces un nuevo comienzo—respondió Bonnie.
-No creo, pero aún así me lo voy a permitir—Max caminó hacía el horizonte con paso decidido.


domingo, 3 de septiembre de 2017

No te he pedido ayuda

1.
Todo lo veía con una extrema nitidez cuando me monté en el tren. Aún cuando me quitaba las gafas, los objetos, personas y formas que me rodeaban no perdían ni un ápice de precisión pese a tener varias dioptrías en ambos ojos. Por fin las cosas cambiaban. Nos había costado tener el valor para irnos de aquel ambiente infernal, pero al final lo habíamos conseguido. Mirlene dejaría de trabajar de dependienta en la zapatería. Le dije que ya encontraría algo en Maybe, un pueblo al Oeste de Canadá. Yo iba a ir una semana antes para preparar la casa y acondicionarla para Mirlene y los niños. Teníamos dos hijos preciosos, Jack y Mara; es cierto que últimamente habíamos tenido nuestras diferencias, pero aquello cambiaría cuando nos mudáramos. Tendríamos que apoyarnos los unos en los otros para salir adelante, y eso reforzaría a nuestra familia, estaba seguro.

Había dejado mi trabajo en la ferretería, y a grandes amigos como Javier, el español que trabajaba con nosotros, y Lou, pero entendían que era una oportunidad para progresar en esta vida. Me dijeron que me tenían envidia, y que si a ellos se les hubiese presentado una posibilidad como aquella, no lo habrían dudado tampoco. Hace dos noches nos fuimos a un bar a tomar unas cervezas; la noche se complicó y acabamos en un club de striptease con una copa de ginebra en la mano. Hacía mucho que no bebía nada que fuera más fuerte que la cerveza o el vino, y el ardor de estómago a cada trago lo confirmaba, pero pensé que una noche era una noche y que pese a ser un tópico de quien sabe que se va a emborrachar, había que disfrutar de vez en cuando. Supongo que esa es la excusa que usan las personas para silenciar a la voz de la conciencia, y a los continuos mensajes que entran en tu móvil de tu pareja preguntando dónde estás. No fue mi caso, pero por si acaso apagué el móvil.

Contrataron a una de esas strippers para mí, mientras ellos se quedaban contemplando el hipnótico baile de una chica morena de ojos verdes de unos veinte años. La verdad es que me parecía increíble esa flexibilidad y no entendía que tuviese los mismos huesos que yo, y que además los tuviese en los mismos lugares que yo. Cuando volví la cabeza vi a mi stripper personal; esta cerró la cortina para darnos intimidad, pero casi me caigo del susto al mirarla detenidamente. Parecía muy mayor para aquel trabajo, pero aún así me dijo: tienes mucha suerte chico, soy alguien muy solicitado. Yo tengo casi cincuenta años, y los aparento. Cuando me llamó chico no era algo cariñoso, ni una coletilla, si no lo que yo era para ella. Un chico. Empezó a bailar de una manera bastante correcta, todo he de decirlo, pero cuando le crujieron las rodillas, no supe si aplaudirle, darle ánimos o la extremaunción. Aproveché que estaba de espaldas, para dejarle una propina y marcharme corriendo. Mis amigos seguían embobados con el baile de la morena, pero les dije que teníamos que irnos. Ellos se rieron. Seguramente todo había sido planeado de antemano, pero no pregunté. Me subí al coche por la puerta del copiloto y me senté con el ceño fruncido. Lou me miró y dijo que la noche aún no había acabado, que conocía un local debajo de las escaleras de una plaza a las afueras, que ponían buen alcohol. Yo me temía lo peor, pero estaba lo bastante borracho como para interpelar una queja, o negarme, y lo suficiente sobrio como para darme cuenta de que no era una buena idea.

Aquel sitio era un tugurio que no tenía que pagar factura de la luz, porque estaba todo demasiado oscuro. Por un momento pensé, que las luces daban sombra, porque no me podía explicar esa densa negrura que reinaba en toda la estancia. Cuando me había pedido una copa, noté una mano que se posaba en mi hombro, con la suavidad de una mariposa, y que me daba la vuelta con cierta brusquedad, para encajarme un puñetazo con la velocidad y el efecto de un aguijonazo de una avispa. No me caí al suelo pero me tiré, por si acaso iba a recibir otro golpe por quedarme en pie. Salí de allí, y vi a Javier y Lou con el mismo aspecto que yo. Me senté en el bordillo. Después entendí que Javier se encaró con el portero y todo se complicó. Nos fuimos apoyados en los hombros del otro, riendo. Aquella no había sido mala despedida después de todo.

En el tren, aún tenía un moratón en la frente, pero nada grave. Me recosté en el asiento y cerré los párpados mientras observaba el paisaje cambiante que recorría las ventanillas del tren.

2.
Cuando me desperté, la nitidez perfecta con la que veían mis ojos seguía ahí, pero ahora solo cuando me ponía las gafas. Eso era lo normal, pensé. Me acomodé en el asiento, aunque no durante mucho rato. Estábamos llegando. Los carteles de Maybe se veían con frecuencia. Comprobé el mapa en mi teléfono y estábamos a quince kilómetros. Fantástico. Sonreí y cogí mi maleta del estante de arriba.
Cuando salí, recogí el coche de alquiler que había encargado la semana anterior. La estación estaba a unos setenta kilómetros del pueblo donde tendríamos un nuevo comienzo y no quería ir en autobús, además, durante la semana que estaba solo para acondicionar la casa, tendría un coche para moverme con libertad. Después compraría uno en Maybe. Conduje, escuchando de fondo a los Rolling y lo que la radio iba poniendo. Tardé más o menos una hora en llegar al pueblo; allí, encontré relativamente fácil la dirección de mi nuevo hogar, de nuestro nuevo hogar, ya que no era un pueblo excesivamente grande. Aparqué, saqué las maletas y entré en la casa. Las persianas estaban bajadas y olía a cerrado, pero era bastante amplia. Estaríamos cómodos; tal vez habría que reformar uno de los cuartos de baño que tenía bañera y a Mirlene no le gustaban las bañeras, pero por lo demás era un bonito lugar para reiniciar la vida. Así lo veía yo.

La primera noche fue una noche de persistente insomnio. La casa seguía oliendo a cerrado y todo aquello de lo que estaba tan seguro desde hacía meses se tambaleaba. Me levanté y salí a respirar algo de aire fresco. Salí al porche de la casa y contemplé las casas de alrededor y el cielo. Las estrellas refulgían como incansables bombillas; hacía mucho que no veía un cielo estrellado. La polución de la ciudad donde vivía, lo impedía. A Mirlene le encantaría. Pensé en mandarle una foto, pero era muy tarde.

Cuando ya iba a volver a casa una voz femenina me reclamó. A unos cuantos metros, una chica, más o menos de mi edad, estaba sentada en los escalones de su casa. –¿Tampoco puedes dormir?, me preguntó con una sonrisa traviesa. –Tampoco, respondí. –Me llamo Clarence, ¿eres nuevo por aquí? Hace un par de meses vivían un par de viejos cascarrabias, pero el marido se murió, y al poco tiempo la mujer. Al final parece que a pesar de las discusiones no podían vivir el uno sin el otro.
La miré. Tenía el pelo de un color rojizo intenso, los ojos podían ser verdes, pero en aquella noche, con la única iluminación de las estrellas y de la tenue luz del porche, no lo podía saber con seguridad. Era como si su cara la hubiese antes en algún sitio, pero sabía que eso era improbable. –Nosotros llevamos diez años aquí,-prosiguió- estoy contenta de que por fin llegue algo de savia nueva al vecindario. Con el tiempo te darás cuenta de que no hay mucho donde elegir. La gente es mayor y no busca amigos. ¿Has venido solo?

No sabía que responderle; ciertamente había venido solo, pero sabía que mi mujer e hijas llegarían en menos de una semana, sin embargo una fuerza interna, me obligó a decir, “sí, he venido solo”. Inexplicable, pero no lo pude evitar. Estuvimos unos segundos sentados, cada uno en las escaleras de su porche, mirando el cielo oscuro para evitar deliberadamente mirarnos entre nosotros. -¿Por qué no te pasas mañana a comer y tomar una copa después?, a Tony le encantará conocerte y saber que ha llegado un forastero a la ciudad, me preguntó. “Claro”, respondí. Dentro de mí, una sensación similar a la de la decepción se apoderó de mí. No conseguía comprender por qué había aparecido ese sentimiento de manera tan repentina. Es como si esperase que viviese sola, y saber que su marido, novio o lo que fuese, viviera con ella, me provocase aquella especie de tristeza. Una tristeza tenue como la luz del porche pero palpable. Me despedí y me fui a dormir, aunque di vueltas y vueltas en la cama. “Estás casado y con hijos, ¿en qué piensas?, espabila”

3.
Al día siguiente desperté bruscamente. Al final por la noche me había tomado una pastilla para intentar conciliar el sueño, pero lo único que había hecho era atontarme más de lo que estaba. Daría una vuelta por los alrededores, iría al supermercado, abastecería la nevera, me tomaría una cerveza, colocaría unas cuantas cajas de la mudanza e iría a comer a casa de Clarence, con Tony también, claro.

Al final solo fui al supermercado y me tomé una cerveza. Me entretuve en la sección de congelados, eligiendo entre canónigos y lechuga tradicional, para al final acabar comprando unas hamburguesas y algo de queso; además compré una botella de vino para llevarla a la comida. Me senté en el sofá después de colocar la compra en la espaciosa cocina y me bebí una cerveza mirando a través de la ventana. Aún no habían instalado la televisión, y mi móvil estaba sin batería. La verdad es que no me apetecía mucho cargarlo. Estaba todo bien por ahora.

La hora de la comida se fue acercando y yo me fui poniendo nervioso. Me probé tres camisas y los correspondientes pantalones; cuando fui a echar mano de la cuarta, descubrí que las polillas habían hecho su trabajo. “Antipolillas” apunté en una libreta que tenía en mi habitación. En nuestra habitación, de Mirlene y mía. Al final me puse la primera camisa que me había puesto y salí de casa. Una ráfaga de viento me despeinó un poco, y yo creo que me vino bien. Suspiré y llamé a la puerta.
La comida discurrió tranquila. Tony era un hombre alto, con una barriga incipiente y una barba que estaba lejos de ser cerrada. Era simpático, realmente simpático y eso por dentro me quemaba. Supongo que ver reír a Clarence por cosas que hacía o decía Tony me ponía incomprensiblemente celoso; intenté estar a la altura, pero lo único que saqué fueron risas compasivas de la pareja. Después de la comida Tony nos dijo que nos enseñaría las fotos de su último viaje a Europa, ya que había tenido que ir a cerrar unos negocios que pronto darían sus frutos y podrían comprarse, por fin, una casa en Vancouver. Estaba convencido, aunque por la cara de Clarence, él era el único que parecía estar convencido. Nos enseñó con excesivo entusiasmo para mi gusto las fotos; primero España, después Francia y por último el norte de Italia. Dijo que era una misma empresa con diferentes sucursales, por lo que era una empresa potente. Yo no estaba muy convencido con aquel razonamiento. Una peluquería puede tener diferentes establecimientos en diferentes países y no por ello era una empresa potente, aunque mis conocimientos económicos distaban mucho de ser algo valorable, por lo que asentí respetuosamente y callé.

Después de la primera copa, me desinhibí y empecé a hablar mucho. No mencioné ni a Mirlene ni a mis hijos. Les conté mi última peripecia antes de irme, con Javier y Lou y se rieron sinceramente. Me sentí acogido, hacía mucho que no me sentía así. Los celos hacía Tony se mitigaron. Después, cuando ya creí que era hora de irse, Clarence me acompañó hasta la puerta de mi casa, no porque fuese demasiado borracho, si no porque creo que quería hablar conmigo, aunque fuimos en silencio hasta que llegamos a la misma entrada. –Esos negocios de los que habla Tony, son solo grandes ideas con escasas expectativas. Ya ha pasado otras veces. Supongo que tendrás vecinos para rato si te quedas mucho tiempo—eso último lo dijo con un tono de ligera resignación. Me dio un beso y se marchó. Me fijé en sus caderas y rápidamente me di la vuelta, ¿qué me estaba pasando?

El día siguiente transcurrió sin demasiados sobresaltos. Ya quedaba menos para que nos juntásemos todos, y las cosas volverían a su cauce. Mirlene ya estaría haciendo los primeros preparativos de la maleta. Era muy organizada y previsora. “Mujer previsora no sé si vale por dos, pero dos son las bragas que me llevo aunque vayamos a pasar una noche fuera”, recordé esta frase con ternura. Parecía que hiciese una eternidad de aquello. Puse a cargar el móvil. Aquella noche la llamaría. Terminé de colocar las cosas y la casa de repente se convirtió en algo acogedor y apacible. Me senté en el sofá y esta vez me tomé una coca cola, para tener mi mente a tono. Me entraron unas ganas infinitas de escribir. Hacía meses. No. Seguramente años desde la última vez que ejecuté un poema o párrafo. Aunque había sido ferretero y seguiría siéndolo en aquel bonito pueblo, cobrando casi el doble, tenía mis inquietudes artísticas. Mirlene siempre me lo decía, que había desperdiciado un futuro de escritor y poeta por el confort de ser ferretero y no pensar. Puede ser, pero tampoco creía que fuera para tanto. Muy a mi pesar no fue en Mirlene en quien pensé al empezar a escribir. Clarence pasó como el cometa Halley por mi mente. Fue fugaz pero intenso. Su cabello rojo, sus ojos complicados de describir me deslumbraron y el bolígrafo se empezó a mover solo por el papel.

La ligera ondulación de su cabello en llamas, el contonear de sus caderas, un parpadeo inevitablemente lento y seductor; ¿hay algo más cercano a la belleza cotidiana de Hopper? Si un pintor la hubiera conocido habría renegado de pintar, por no poder plasmar el caos calmado pero a punto de estallar de sus ojos. Miguel Ángel no habría pintado la Capilla Sixtina, ni Da Vinci la Mona Lisa. Simplemente no la conocieron. Su sonrisa quebrada y su voz casi susurrada me dan miedo. Es como una tela de araña y yo soy la presa involuntaria de sus hilos”

Eso fue lo único que escribí, pero dejé tiré el bolígrafo sobre la mesa, exhausto. Era como si una parte se hubiera abierto paso en mi coraza interior, como si mi armadura la hubiesen roto a base de martillazos. Hasta ese momento no me había dado cuenta de la atención que le había prestado a Clarence desde el primer momento que la había visto. Me senté y contemplé el paisaje que se abría ante mí. Al día siguiente haría alguna excursión.

4.
Me levanté extrañamente despejado. Cuando iba a salir a visitar los alrededores con mi coche alquilado, me quedé quieto en las escaleras del porche donde había hablado por primera vez con Clarence. Miré instintivamente a su puerta y fui. Llamé y me abrió ella. Tony había salido con unos amigos a revisar unos flecos del negocio europeo, aunque los dos sabíamos que llevaba en el bar desde las diez de la mañana. Le propuse hacer una excursión y como ella conocía mejor la zona, me podría enseñar rutas de senderismo porque me encantaba andar; otra mentira que añadir al saco, pero no podía o no quería decir la verdad. Ella aceptó y nos fuimos.

Visitamos un par de lagos, hicimos rutas de senderismo y anduvimos bastante. A juzgar por mis resoplidos, parecía un coche que se le había averiado el motor, pero que veía la meta muy cerca y no cejaba en el empeño de llegar. Supongo que Clarence lo advirtió, porque bajó el ritmo. Sonrió de forma pícara. Creo que sabía mucho más de lo que yo le decía. Cuando cayó la tarde fuimos a un tercer lago en el que me ocurrió algo ciertamente inquietante. Era un lago con cierta marea, como un mar en calma, o en este caso, como un lago revuelto. “Un caos calmado” recordé. Había una pasarela por la que anduvimos hasta adentrarnos en la parte donde los tablones vibraban al son de la corriente que tenían debajo. Al final de la pasarela había dos sillas rojas, donde uno se podía sentar y contemplar la inmensidad del lago. Allí nos sentamos, y nos miramos. Sonreímos y cerramos los ojos. Era como estar en un oasis mental. Mi cerebro redujo su actividad como si hubiese caído en un profundo sueño y dejé de pensar.

Cuando abrí los ojos, entornándolos ligeramente, noté que había empezado a llover. Al otro lado del lago contemplé una boda. Al principio la imagen de Mirlene se superpuso a la de la novia, pero poco a poco, primero el cabello y luego los ojos cambiaron para ser los de Clarence, hasta que el rostro fue por completo de ella. Me giré instintivamente para besarla conducido por un deseo irrefrenable, pero ella no estaba sentada en la silla. Por un momento pensé que todo había sido una ensoñación, que Clarence no existía, pero cuando escuché mi nombre repetidas veces por esa voz inconfundible, me giré y me fui con ella porque la tormenta empezaba a arreciar. Clarence me ofreció su chaqueta porque yo iba en manga corta, pero la rechacé. Me alegré de que Clarence no hubiese estado sentada en esa silla y hubiese descubierto mis intenciones con ella. Intenciones que intentaba mantener enterradas; al mismo tiempo me entristecí por la boda que se estaba celebrando. Una tormenta el día de tu boda no es buen augurio para ningún matrimonio. En el mío recuerdo que la lluvia por poco arrasa la iglesia. Debería haberlo previsto, pero la previsora era mi mujer y tampoco vio venir que nosotros nunca estaríamos en calma.

Llegamos a casa, yo empapado y Clarence aterida de frío. Nos despedimos y cada uno nos fuimos hacía nuestro hogar. El mío solitario, el suyo con el calor de Tony el soñador y con el suyo propio, que por sí solo llenaba la Casa Blanca si ella quería. Me duché con agua bien caliente, me puse el pijama, tomé una pizza que puse en el horno y suspiré viendo la ventana, que me entretenía más que cualquier programa de televisión o cualquier película, no porque pasasen cosas continuamente en la calle, ya que era un barrio tranquilo, si no porque podía pensar, y hacía mucho que no lo hacía.
Era la última noche solo. Al día siguiente llegarían Mirlene y los niños. De repente me sentía cómodo. No sabía si me apetecía tener a nadie pululando, analizando cada uno de mis movimientos, pidiendo que reformasen cada parte de la casa por no estar a su gusto. Estos pensamientos me atormentaban. Era mi familia.

Permanecí en vela casi toda la noche, mirando a través de esa ventana que me devolvía una imagen constante, como la de un salvapantallas, a excepción de algún vecino corriendo, o volviendo del bar. Una ventana que también abría mi mente. Dentro de la casa, lo único que cambiaba de la escena era la lata de cerveza. No sé qué hora era, pero vi algo moverse. Era una mole enorme. En aquel sitio decían que de vez en cuando podían bajar osos, porque era su zona, pero tanto Clarence como Tony me decían riéndose que nunca habían visto ninguno y ya llevaban diez años allí.

Me levanté a contemplar más de cerca y en efecto era un oso de unos tres metros de altura. Vi que tenía una pata herida porque iba dejando de sangre que se podía distinguir pese a la trémula luz de la luna junto con la de mi porche. Instintivamente rellené un barreño, que encontré en la cocina, con agua, cogí algo de carne que había comprado y fui corriendo, sin valorar que ese oso me podría pulverizar de una mirada. Se lo dejé detrás. El oso se dio la vuelta y se puso a dos patas. Pasó todo muy rápido. El oso tiró todo lo que le había dejado y se dispuso a atacarme. Me rozó una de las piernas con sus zarpas; lo suficiente para hacerme un arañazo de unos diez centímetros. Corrí hacia casa, pero el oso no me siguió, quizá por su herida, quizá por pereza. Me encerré y me puse detrás de la puerta como si eso fuese a frenar al oso si hacía una acometida contra ella.
“No te he pedido ayuda”, esas palabras cruzaron mi mente y se posaron en ella como una hoja cae en otoño al suelo. Lenta, pero inexorablemente.

5.
El resto de la noche lo pasé sentado en el sofá, inmóvil, pero no con la misma quietud que antes de mi confrontación con el oso, sino una quietud casi artificial, como una gárgola. “No te he pedido ayuda”, fueron las últimas palabras que Mirlene me dedicó cuando le dije que se mudase conmigo unos meses atrás. Llevábamos dos años separados y ella se había quedado la custodia de los niños. Sabía que las cosas no le iban bien, pero era demasiado orgullosa como para empezar una nueva vida con alguien con quien ella la había acabado. Mi memoria había intentado sepultar estos dos yermos años, pero esas palabras volvieron a mi cabeza, y se volvieron a quedar grabadas como un sello en mí, igual que la primera vez que me las dijo. Pronto se borrarían, pero sabía que ella no vendría, ni mis hijos. Ni nadie. Realmente estaba solo. Aquella certeza me hizo quedarme clavado al sillón.

De repente la casa se hizo muy grande y nada acogedora. Yo me sentí pequeño. Tanto que creí que podía colarme en una de las rendijas del sillón y quedarme allí, aprisionado sin salida. Las paredes se alejaron. La imagen de Mirlene se desvaneció, las caras de mis hijos empezaron a emborronarse y los muebles perdieron su precisión. No estaba asustado. No estaba triste. No estaba. Yo también empecé a sentir que desaparecía, pero el primer rayo de luz me sacó de mí momentáneo letargo. Me ajusté las gafas y aunque no viese nada con nitidez, era consciente de estar allí. Mis uñas estaban clavadas en los brazos del sillón.


Al menos no tendría que reformar la bañera, pensé, casi en voz en alta, casi susurrándolo. El rumor de un pueblo que estaba despertándose me llegó a mis oídos como si fuese el fragor de una batalla muy lejana, de algo que no iba conmigo. Alguien tocó en la puerta pero no me levanté. Era mi primer día de trabajo y llegaba tarde.

domingo, 2 de julio de 2017

Despedidas

Una luz tenue alumbra la estancia. Un hombre solo está en un escritorio repasando una especie de inventario. Un montón de cajas llenas y estanterías vacías lo rodean. El hombre se incorpora y da un paseo por la habitación, “¿dónde irán todos estos libros?”, se pregunta mientras se rasca la cabeza. Suspira fuertemente y vuelve a su escritorio. Pronto todo esto se verá convertido en una pulcra parafarmacia, donde el polvo y el olor de un libro no serán bien recibidos. Si algunas de las estanterías que pueblan la librería se conservan, estarán repletas de cepillos de dientes, condones o pastillas para la alopecia. Donde antes estaban Dickens y Agatha Christie, ahora estarán Míster Desodorante y doña Crema de Manos. El hombre sonríe en la penumbra. Le hace gracia haber relacionado esos productos. Mira su reloj y resopla. Ya son las cuatro de la mañana. Se ha prometido pasar en vela la última noche de la que ha sido su casa durante años. Decide que ya está bien de números, y que las cuentas y facturas ya están lo suficientemente cuadradas. Pone en su teléfono una canción, y los auriculares. Él no ha sido siempre un hombre gris. Hubo un tiempo, en los primeros años de la librería, que bromeaba con los clientes, con sus compañeros, que flirteaba con aquella chica que traía los libros de una editorial que ahora no recuerda, y que se casó en aquella librería, entre sus amigos, pero han pasado muchos años de aquello. Su mujer está con un ex jugador de fútbol y con sus dos hijas, la chica de la editorial fue despedida, los compañeros cambiaron y sus amigos siguieron con sus vidas sin contar con él. Se lleva bien con su mujer, ve a sus hijas cada dos semanas y el verano entero lo pasan con él. Son buenas chicas. Cuando se aburren no lo dicen para no herirle y siempre están dispuestas a escucharle o pasar un rato con él. Ha tenido suerte con ellas, sí; tal vez haya gastado toda su suerte con ellas y para los demás aspectos de su vida no le haya quedado.

En la calle empieza a caer una fina lluvia. Lleva sin llover más de dos meses. No es una tormenta de verano, es una lluvia fina que refresca el ambiente. Se queda frente a la puerta, y pone el cartel de abierto. Vuelve a sonreírse. Está triste, realmente triste, pero esos pequeños detalles le provocan una sonrisa involuntaria en la cara. Sigue sonando la guitarra de Jimi Hendrix en sus auriculares y le quedan unas veinte páginas para terminar A sangre fría. En ese momento entra una mujer como un vendaval en la librería. El hombre se sobresalta. Casi se cae de la silla, pero consigue quedarse sentado; la mujer se tropieza con un par de cajas, pero también mantiene el equilibrio. El hombre la mira extrañado, pero es incapaz de articular palabra. Ella se apoya en el escritorio. –Le necesito, he visto el cartel de abierto y he entrado, dice la mujer jadeando. –¿De verdad ha salido a las cuatro de la mañana buscando una librería abierta?, pregunta él curioso y preocupado. –Es una larga historia. Se la contaré en otro momento, ¿sabe usted dónde está el bar de Giacomo?-. Parece necesitar esa información. El hombre recuerda haber ido alguna vez a aquel tugurio. Lo dirige un italiano sin mucho talante para la cocina, y sin mucho talento para la barra, o al revés. La comida es bastante decepcionante, y la cerveza, cuesta digerirla, sin embargo tiene éxito por su fama de local donde se han producido algunas de las reyertas más famosas de la ciudad. La mujer parece extranjera. Solo los forasteros desconocen el bar de Giacomo –Está relativamente cerca de aquí, a dos calles. Tiene que girar…-. La mujer lo interrumpe,- ¿me acompaña?, le pregunta sin dudarlo. El hombre titubea. Nada de aquello tiene mucho sentido. Una mujer entra en una librería que está a punto de echar el cierre para siempre, a las cuatro de la mañana porque hay un cartel de abierto, le pide la dirección de uno de los lugares más reconocidos de la ciudad, y después le pide que le acompañe. Si le quieren secuestrar, tampoco podrán pedirle mucho, aparte de algo de dinero de una caja que tiene más polvo que las estanterías, o algún libro descatalogado que tiene en su biblioteca particular. Tal vez la última noche en su librería, merezca una especie de aventura de despedida, como aquella vez que besó en el almacén a la chica de la editorial. Quizá necesite algo así. El hombre asiente, y se pone una chaqueta de punto, que en ese momento le parece totalmente pasada de moda y salen a la calle.

La mujer camina con paso animado relativamente detrás de él. Él tiene que avivar su zancada porque tiene que guiar a aquella extraña por las desiertas calles, ahora mojadas por una fina pátina de lluvia. -¿Cómo se llama?, pregunta poniéndose a la altura del hombre. Por un momento él no sabe que responder. “Buena pregunta”, piensa. Hacía mucho que nadie se interesaba por su nombre. –Val, responde finalmente. –Curioso nombre. Yo me llamo Grecia-.
-Tu nombre también es bastante peculiar, le responde Val; intenta hacer una referencia a las Guerras Médicas, a 300, pero no le sale nada. “Pues al lugar donde vamos se parece a la batalla de las Termópilas. Es una guerra continua”, demasiado tarde para ser considerado una respuesta acoplada en la conversación o ingeniosa. -¿y por qué vamos donde vamos?, dice Val. Ella se queda callada durante unos segundos que son eternos. –Mi marido me pilló con su amigo en la cama. Su amigo ha sido mi amante, antes de que mi marido fuese mi marido. Lo llevábamos bien. Yo trabajo en una empresa de seguros. Podía decirle que me iba de viaje a ver nuevas tácticas y maniobras más vanguardistas para encasquetar seguros a abuelas de más de setenta años. El asunto es que nos pilló porque no es tonto, por eso me casé con él. El problema es que su reacción ha sido algo desmedida. 
Ha cogido su escopeta de caza y quiere meterle un perdigón en la entrepierna a mi pobre Joe-. Val se queda mirándola sorprendido, estupefacto. Intuye que Joe es el amante.No sabe muy bien que responder. Desde luego no parece ninguna forastera precisamente, y por lo que dice, su marido parece que debe ser un habitual del lugar al que se dirigen. –¿y no sabías donde estaba el bar de Giacomo?-. Ella lanza una sonrisa pícara. –Claro que lo sabía, pero quería ir con alguien. Cuanta más gente haya en el bar menos posibilidades tengo de ser el blanco de su disparo. Irá bastante borracho seguramente-. Y se queda tan tranquila piensa Val. Por un momento Val opina que lo más lógico es plantarse, pero las luces parpadeantes del bar ya están demasiado cerca. Esa mujer le ha caído bien, aunque le quiera como carnaza de posibles balas de su marido.

Entran en el cuchitril y un hombre, que debe ser el esposo, está gritando a otro hombre al que ya debe haber asestado un par de puñetazos, porque tiene un ojo con bastante mal color. La escopeta que Grecia ha mencionado la tiene en una silla cercana a él. El camarero, que debe ser hermano de Giacomo por la similitud en sus formas, mira indiferentemente la escena mientras lava unos vasos, con un trapo que no aguantaría un asalto a una inspección de sanidad rutinaria, pero en ese bar parecen regir otras leyes. Val ni siquiera está seguro de que la gravedad sea la misma. Grecia avanza cautelosamente hacia su esposo, pero Val se da cuenta de que lo intenta es coger la escopeta sin que ese hombre, por otro lado, colosal, se dé cuenta. La acción furtiva no tiene éxito y el marido coge la escopeta instintivamente, antes de que Grecia pueda hacer nada. –Contigo quería yo hablar, cariño, dice esta última palabra con excesivo sarcasmo. No parece un mal hombre, solo parece tener un mal día. Val en un momento de impetuosidad irresistible e inexplicable, se abalanza contra ese hombre mastodóntico. El momento lo pilla de sorpresa y suelta la escopeta. Ni siquiera consigue tirarlo al suelo, pero Grecia consigue coger el arma, y su amigo logra escabullirse y ponerse detrás de Grecia. Val mira hacia arriba y ve un brazo que se dirige inevitablemente hacia su rostro. Todo oscurece y Val se queda inconsciente en medio de aquel antro.

Cuando se despierta está en una cama, en una casa desconocida. Se levanta y se lleva una mano a la cabeza. Intenta incorporarse sin desmayarse. En la estantería que hay frente a él hay muchas figuras; tal vez solo sea una, pero él en ese momento ve muchas. Se vuelve a tumbar. Grecia entra en la habitación y le pone otra bolsa de hielo en la cabeza. –Has sido muy valiente, le dice entre susurros. Le besa en la frente y se vuelve a marchar. Val se vuelve a despertar más recompuesto y consigue levantarse sin tener que agarrarse a nada. Ahora descubre que si eran muchas figuras, pero quizás menos de las que había visto unas horas antes. Da un paseo por la casa, y descubre al amante, Joe, en una cama con Grecia. Duermen plácidamente. Val se marcha. No ha estado mal la despedida de la librería, piensa Val. Amanece en la ciudad. Hace frío y Val agradece tener la chaqueta.
La lluvia ha cesado y la calle huele a tierra mojada. Val camina sin mucha prisa por llegar a ninguna parte. Inconscientemente va hacia su librería. Llega y se queda durante unos segundos frente a la puerta de cristal. Ya es una buena hora. Pronto llegará el futuro dueño del local para que se firme el traspaso. Entra y se queda esperando. El cansancio hace que le pesen los párpados, pero sonríe. Una noche había escapado de la rutina que invadía su vida. Tal vez fuese el comienzo de algo nuevo. Una vieja sensación se apodera de su estómago; la emoción. Ya no se era tan viejo como antes con casi cincuenta años, aún había tiempo de empezar de nuevo, en otro sitio, en otro ambiente. Val firma aquellos papeles con cierta melancolía, pero bromea y abraza a aquel hombre. Le dice que tal vez se vaya a otra ciudad, a otro ambiente. Él hombre parece algo incómodo, pero hace un torpe esfuerzo por consolar a Val. Son las últimas lágrimas que se derraman en aquel local.

Val coge su chaqueta cambia el cartel de abierto, y se despide por dentro de una parte de su vida, quizá la más importante. Buscaría a aquella chica de aquella editorial, la invitaría a un café, ¿por qué no?


Grecia busca a Val por la casa, sale a la calle, va a su librería, pero el cartel ha cambiado. Ahora pone cerrado, y parece que será así durante mucho tiempo. Grecia suspira. Aquel hombre era especial; lo buscaría y lo invitaría a un café, ¿por qué no?

lunes, 12 de junio de 2017

Viento para los rostros rotos

1.
Navego con la única compañía del rumor del mar. Está en calma; contrasta con mi estado de ánimo. Mi mujer me ha dicho que no salga al mar, que ya no tengo edad para coger esta vieja barca de mi padre, que es probable que nos hundamos, y que a los dos nos crujen igual las articulaciones. No le he hecho caso. Aquí estoy, recordando a mi padre, al hombre que nunca volví a ver, que vivió sus últimos días creyéndome muerto. Un hombre que murió de pena. Yo sobreviví, aunque a veces me pregunto si mereció la pena. Aquí estoy, recordando a aquella chica que me hizo sentir vivo, y que sin embargo, desapareció cuando yo por fin volví. Nunca nadie supo de ella, cuando yo me fui a aquella guerra. Creíamos que podríamos salvar la humanidad, pero cuando todo acabó todos nos sentimos derrotados sin importar el bando. Creíamos que éramos valientes, y lo único que hacíamos era apretar un gatillo o poner una bomba. Aquella chica era solo suya. Aquella chica solo le sabía dar la mano al viento, y con él se fue, ¿Martha se llamaba?, Claro que se llamaba Martha ¿Por qué me empeño en creer que no lo recuerdo? Me doy cuenta de que mi barca se va a la deriva. Cada vez está más alejada la costa, y el horizonte parece acercarse inevitablemente. Me despojo de mi camisa, y veo el fondo marino muy cercano. La superficie es inalcanzable, pero la sensación no es de agobio. Me siento inexplicablemente enérgico.

2.
La guerra ha terminado, hemos vencido pero yo no me siento vencedor. Llevo años, oculto en lugares que ni siquiera recuerdo. Ahora me arrepiento. Muchos se fueron, pero ahora son tratados como héroes. Nadie sabe quién soy. Yo tampoco. Entro en mi casa, y descubro todo roto, y con la apariencia de llevar años abandonado. Una inútil carta de desahucio reposa sobre la mesa. Subo a mi habitación y un viejo sobre está en la cabecera de lo que un día fue mi cama.
“Te acompañaré hijo. Un padre sin su hijo es un una lágrima sin rostro, o una bala sin dueño. Lo que sea que nos espera en la otra vida, nos esperará a los dos juntos”
Me siento en la cama y recuerdo las tardes en aquella barca, contándonos historias en medio del mar. Aquella tempestad que casi nos hace acompañarnos de verdad. Él no fue a la guerra, y sin embargo yo estoy aquí y él no. Me siento extraño. Ahogo un grito en la almohada. Martha tampoco está.

3
Hoy ha llegado la notificación. A mi hijo lo han dado por muerto. No han encontrado su cuerpo, pero su desaparición desde hace tres meses en un momento de guerra, rompe cualquier tipo de esperanza de volverlo a ver. El aire parece agotarse. Una bala, o una bomba, inexorables, han hecho desaparecer a mi hijo. La maldad del hombre ha provocado esto. No encuentro otra solución a mi desazón que tirar todo. Romper lo que encuentro por mi hogar, pero que ahora sabiendo que mi hijo ya ni siquiera comparte mi mundo, son solo cuatro muros, sin ningún sentimiento dentro. Salgo a la calle, exhausto. Un viento voraz, parece que arrasa todo a su paso, pero lo único que hace es restregarme mis lágrimas por la cara. Mi hijo ha muerto.

4.
-Las posibilidades de salir vivos de aquí son inexistentes, grita mi compañero de brigada. Lo miro con expresión triste. Tiene razón. Estamos cercados y la única salida, que es al mar, solo conseguiría darnos una prórroga de escasos segundos, antes de que nos acribillasen. Explosiones lejanas se suceden, pero en aquella trinchera abandonada solo quedamos nosotros dos. De repente una granada viene directa hacia nosotros y se queda entre los dos. La miro con horror, pero en un acto impulsivo de mi compañero y amigo, tal vez por no querer alargar aquella agonía de quien ya se sabe muerto, hace que se ponga encima de ella y amortigüe la explosión. Lo miro estupefacto, pero en esos segundos de despiste del enemigo, salgo hacia el mar. Son solo trescientos metros. Corro hasta que me arden las piernas. Desfallezco cuando caigo al mar, pero nado con todas las fuerzas que quedan en mis músculos. Quizá ni me hayan seguido. Me marcharé de esta guerra. Esto no merece la pena. Aunque sea un desertor, aunque eso signifique no volver a casa hasta que todo acabe, aunque eso signifique no volver a ver a mi padre, aunque no vuelva a ver a Martha.

5.                                                              
-Lo siento. No podía rechazar la llamada, dije con el rostro compungido. Martha me miró calmada, pero con los ojos entornados. -Tampoco has querido rechazarla, ¿Y cuando pensabas decírmelo?, habría sido más fácil ponerme un telegrama desde donde quiera que te destinen, o ni siquiera eso, que te diese por muerto, que te tuviese que olvidar. Si no me llego a cruzar a tu padre con aquella cara de pena, y con necesidad de compartirla¿no me lo habrías dicho, verdad?, me espetó ella. –Martha, estaba reuniendo fuerzas. Es algo muy complicado. La guerra es algo muy complicado. Todavía no lo he asimilado ni siquiera yo, respondí casi llorando. -¿Me esperaras? le dije sabiendo que posiblemente no lo haría. Ella me miró y yo supe la respuesta. –Te querré, dijo antes de marcharse.

6.
-¿La has visto?, dijo mi amigo Marcus. Estaba señalando a una chica de aspecto enigmático. Sostenía un libro que yo no había leído, pero que me resultaba familiar. Quizás lo había visto en algún estante de mi casa.–Es guapa, ¿verdad?, comentó para llamar mi atención; mi vista se había perdido en su ondulado cabello que le caía por los hombros. –No solo es guapa, respondí. –No la conoces, dijo Marcus. –Y nunca la conoceré del todo, dije mientras me levantaba hacia su mesa.


domingo, 23 de abril de 2017

Niebla nocturna

La noche era espesa, Mirna recorría las calles en su taxi, buscando algún alma solitaria que necesitase ir a algún sitio. Las discotecas aquel martes estaban vacías. Los porteros aburridos miraban sus móviles, y de vez en cuando levantaban la vista cuando algún borracho que había visto demasiadas veces el culo del vaso aquella noche, quería entrar en su establecimiento; lo valoraban, lo radiografiaban y en función de su grado de equilibrio dictaminaban si le dejaban pasar o no, además de decidir cuánto le cobrarían. Eran los jueces de la noche, y sus sentencias no se podían apelar a un tribunal superior, ya que la única ley que se imponía era la suya y la de sus puños. Mirna lo miraba todo desde un lugar de excepción. Aquella noche se estacionó en la parada de una de las calles que los sábados estaba más concurrida, pero que ese martes parecía sin vida aparente. Era la primera en la parada, y el único taxi que estaba allí. Muchos de sus compañeros se pasaban la noche en los billares, esperando algún aviso urgente, pero rezando porque no llegase, mientras daban otro trago a sus grandes cervezas y largas caladas a sus pitillos. A Mirna no le gustaba aquello. Era una mujer formal que se tomaba en serio su trabajo; además, nadie le caía demasiado bien.
En la radio sonaba una balada de los “The Black Keys”. Mirna adoraba a aquel grupo. En las noches en las que su marido se iba por motivos de trabajo ella se los ponía y se sentía acompañada. Cuando la balada se estaba apagando, Mirna vislumbró a una chica al otro lado de la calle. Estaba zarandeando la mano. Más que pedir un taxi, parecía que estuviese haciendo prácticas para azafata, pero Mirna se acercó igualmente. Le apetecía algo de movimiento, y prefería recorrer las calles con alguien, y con alguna dirección, que vagar por ellas con la única compañía de la radio. Mirna no era una taxista intrusiva. Si el cliente no hacía nada por empezar una conversación, ella no lo importunaba, pero cuando hacía algún comentario referido al tiempo, al fútbol o a la música que llevaba puesta, Mirna interpretaba que además de querer llegar antes a su destino, quería algo de conversación. Era una chica rubia, ligera de ropa para ser noviembre y una noche especialmente fría. Mirna advertía más su tiritona conforme se iba acercando. Puso el aire caliente más fuerte antes de que la chica entrase. Cuando abrió la puerta, se dejó caer en el asiento de atrás con todo el peso de su cuerpo. Parecía como si llevase muchas horas de pie. Mirna no notó ningún síntoma de alcohol o cualquier otra sustancia en su cuerpo, simplemente un extremo cansancio de una larga jornada. Ella le dijo la dirección, y Mirna aceleró.
Mirna miraba a través del retrovisor a su acompañante aquella noche. Tenía la mirada perdida. Contemplaba las gotas que recorrían el cristal. Había empezado a caer una lluvia fina. Mirna tuvo la tentación de abrir la ventana y disfrutar del aroma que provocaba el impacto de la lluvia contra el asfalto, pero se contuvo al ver la poca ropa que llevaba la joven que seguía mirando impasible las carreras de gotas que iban de una parte a otra de la ventanilla. Mirna activó el parabrisas y subió un poco la calefacción. La joven lo notó y le dijo, -No se preocupe, no tengo frío. Ella hizo caso omiso y al poco tiempo vio como la chica amagaba con decir algo pero se interrumpía. –Qué raro que empieza a llover ahora, acabó diciendo. Mirna la miró. –No es tan raro. Me parece más raro como vas vestida para ser Noviembre, respondió. –Bueno, ya sabe, una viene a Los Ángeles con una maleta llena de sueños y todas esas gilipolleces, y al final, si quiere un techo, tiene que hacer cosas que no se buscan, dijo la joven, asomando la cabeza entre los dos asientos delanteros. –Podrías hacerte taxista, dijo Mirna, ahora interesada en la conversación. –Cuando sepa conducir me lo plantearé, comentó la joven, volviéndose a recostar. Mirna se planteó si preguntarle su edad, pero lo consideró inoportuno. Siguieron el camino, hasta que la joven volvió a hablar, -Sabe, una se va de casa, considerándose una rebelde, fracasa pero no vuelve para no sentirse humillada. A veces los echo de menos, a mis padres; no tienen la culpa de no entenderme. Al fin y al cabo, esto es algo temporal; una labor social. Hombres aburridos de su vida, frustrados con sus mujeres, con sus barrigas y sus trabajos mediocres, que a veces solo quieren hablar. Mientras me paguen, me da igual si vienen a contarme que sus hijos no aprueban, que no soportan a su jefe, o que su mujer ya no siente ninguna pasión y por eso están ahí. Muchos necesitan justificarse. Es gracioso, a mí me lo parece, ¿a usted no?, finalizó la chica. Mirna la contempló un largo rato antes de responder. Normalmente aquellas no eran las conversaciones que mantenía con sus clientes, pero tampoco aquellas horas de la noche, eran en las que sus clientes montaban en su taxi. –Es gracioso, a mí también me lo parece, ¿pero no estás cansada de todo esto?, consiguió responder Mirna. –Es temporal como ya le he dicho. Quiero trabajar en alguna cafetería, conseguir financiar mi propia maqueta y empezar en el mundo de la música; pero los alquileres son muy caros y los sueldos miserables. Donde ahora vamos, es una casa donde hay chicas como yo. También van hombres a desahogarse, y nos tratan bien, porque el señor Dom, se encarga de ello. Si alguien se pasa de la raya no vuelve por su propio pie a su casa; además el alquiler es muy barato.
Mirna llegó por fin al lugar que le había indicado la chica. Cuando la chica bajó del coche, Mirna le dijo que el primer viaje era gratis. Ella se lo agradeció y la miró con una sonrisa pícara, seguramente muy ensayada frente al espejo. Cuando se marchó no sabía si llorar o bajarse del coche y acogerla en su casa. Optó por lo primero. Volvió a encender el motor y estuvo una hora vagando por la ciudad, atravesando la espesa neblina que había surgido después de la lluvia. Aparcó el coche frente a su casa. Cuando entró vio que todas las luces estaban apagadas. Le extrañó porque Glen solía quedarse hasta tarde. Vio una nota en la cocina, pegada en la nevera. “Otra noche de trabajo. Cuando cobre todas estas horas extra, nos iremos de crucero. Te quiero”. La misma nota reciclada demasiadas noches, con el mismo borrón en el “te quiero” y con cada vez menos pegamento adhesivo. Mirna no se quitó su abrigo. Bajó y volvió a encender el motor de su coche. Encendió la radio. Tal vez iría a los billares. Le apetecía algo de beber y estar en un ambiente igual de nebuloso que el que había fuera. En la radio empezaron a sonar los Rolling.
I'll never be your beast of burden
My back is broad but it's a hurting

jueves, 23 de marzo de 2017

Exiliados en el paraíso

-¿Y cuanto tiempo llevan escuchando estos ruidos en las cañerías de la casa?, me preguntó el fontanero. –Prácticamente desde que nos mudamos, le respondí. Cogió unas herramientas y empezó a toquetear por debajo de la pila de la cocina. Le miré con desgana. Fui a mi habitación a arreglarme; esa noche tenía una gran actuación en el RiverKing, el mejor bar de Dream City. Mi marido estaba trabajando pero me había dicho que iría. Eso me agradaba, pero más me agradaba que fuese Miles Cazale, el gerente del bar. Estaba teniendo una aventura con él, y seguramente haría que mi espectáculo fuese fijo, lo que me daría una estabilidad económica que no tenía y no tendría que depender de mi marido por si algún día decidía dejarle.
Me maquillé, me pinté los labios y me puse mi conjunto más provocador. Pese a haber pasado la treintena, mantenía un buen cuerpo y un mayor atractivo. Siempre me habían gustado mis ojos. Eran verdes y muchos hombres coincidían en que eran enigmáticos. También me lo habían dicho algunas mujeres que se habían quedado prendadas de ellos. Ese día estaba realmente contenta. Cuando salí del baño me sobresalté al ver al fontanero; casi me había olvidado de que seguía allí. Le pregunté que qué le parecía mi conjunto. Se dio un cabezazo con la parte inferior de la pila. Se sonrojó y me dijo que estaba preciosa. Aquello me pareció de una inocencia encantadora. Le dije que yo me tenía que ir, y que no se preocupase si le daba la tentación de llevarse algo. Las cosas de valor escaseaban en esa casa, y además, pronto podría reponerlas cuando mi espectáculo saliese adelante.
Me marché de casa, el paisaje a lo lejos era precioso. Las nubes eran rosadas, iluminadas por el sol que estaba escondiéndose en su ocaso. Todos me miraban. Es cierto que iba muy arreglada para ser un miércoles por la tarde, pero no me importaba. Yo esa noche triunfaría mientras los demás seguirían en sus mediocres trabajos. Llegué a la puerta del RiverKing y suspiré sonriente. Abrí la puerta y allí estaba el señor Cazale. Le di un rápido beso en los labios. El local aun no había abierto para el público. Lo haría en una hora, después de cenar. Ahora, en verano oscurecía más tarde. Los demás días habían sido nublados, pero ese había sido soleado, con pocas nubes. Eso era una señal. Ensayé mis números de baile. Hablé con las bailarinas que me acompañarían y les expliqué ciertos conceptos para que todo saliese perfecto. El nerviosismo que había tenido los días de antes se sustituyó por ansiedad. Quería salir ya y demostrar mi valía. Los minutos pasaban lentos, pero las mesas se empezaban a llenar de clientes que pedían algo de comer, o algo de beber, o ambas cosas, claro.
Pude vislumbrar a mi marido entrando con su viejo maletín en el establecimiento. Se sentó en una mesa bastante cercana al escenario y a la mesa donde estaban Miles Cazale y dos de sus amigos. Por un momento me avergoncé de él. Llevaba una americana desgastada y el pelo grasiento, pero rápidamente se me pasó esa sensación. Era un buen hombre. Siempre lo había sido. Trabajador y honesto. No me habría enfadado si hubiese tenido una aventura, ni mucho menos. Todos tenemos derecho a desahogarnos con otra persona, pero dudaba que mi marido tuviese fuerzas para mantener a dos mujeres a la vez sin colapsarse.
Unos minutos después Miles Cazale subió al escenario y resumió el espectáculo de esa noche. Tenía una voz profunda y carismática. Es lo que más me gustaba de él. Aún no había cumplido los cincuenta y mantenía una silueta elegante. Confiaba en mí. Sabía que yo reflotaría la economía de ese bar. Me confesó que llevaba unos meses en números rojos, y que lo había apostado todo a mi carta. Eso no me presionaba. Al revés; me sentía halagada. Nos presentó y el gran momento llegó. Salimos al escenario. Las bailarinas me precedían. Yo llevaba un abrigo largo, que en mitad del primer número me quitaría dejando ver mi cuerpo tapado solo por un escueto biquini. Durante tres minutos todo fluyó perfectamente. Los hombres del local miraban embobados, sus mujeres les daban codazos para que despertasen, pero en un punto del espectáculo algo se torció. Cazale y sus amigos me lanzaron unos piropos inapropiados. Cazale hizo alusión a mi relación con él. No paraba de decir cosas, como “yo he estado en la cama con esa maravilla” y sus amigos le aplaudían. En ese instante vi como mi marido se levantaba de su mesa con el botellín de cerveza en la mano. Por un momento tuve la esperanza de que se marchase y que hablase conmigo civilizadamente en casa, pero no cogió ese camino.
Levantó su botellín y lo estampó directamente en la cabeza de Cazale; rápidamente él y sus amigos se precipitaron sobre mi marido. Yo fui corriendo para separarlos con la mala fortuna de que me tropecé con una de las sillas y caí al suelo. La escena era patética. Se formó una auténtica batalla campal alrededor de mi marido, Cazale y sus amigos. Los vasos sobrevolaban la estancia, las sillas dejaron de ser útiles para sentarse, y unos se las comenzaron a lanzar a otros. Algún alma con sentido común llamó a la policía. En diez minutos todo se había disuelto. Vi como llevaban a mi marido a una ambulancia. Me tranquilizó que caminase por su propio pie. Cazale no podía presumir de ello. Se quejaba de una pierna, además de la brecha que tenía en la cabeza, que era algo profunda. “Esa mujer ha clausurado mi bar para siempre” le oí decir. Bueno, exactamente no lo dijo con esas palabras, pero no quiero reproducir la expresión que utilizó. Me dolieron mucho en su momento, por lo que no quiero repetirlas.
Me puse mi abrigo, caminé calle abajo hacia mi casa. Tal vez después de aquella noche no lo fuese nunca más. Iría buscando un motel para pasar las próximas semanas, mientras todo se tranquilizaba. No sería la primera vez que dormía en una habitación donde tenía que dejar la maleta fuera porque dentro no había sitio. Supuse que mi marido no querría saber nada de mí. Temía que me diese los papeles del divorcio. Siempre le dije que no era una buena idea casarnos. Era muy precipitado y podían pasar muchas cosas. No me hizo caso. Las nubes habían vuelto a cubrir el cielo. En la oscuridad de la noche se podían distinguir esas nubes iluminadas por la luna. Abrí la puerta de mi casa y me senté en una de las sillas que rodeaba la mesa de la cocina. Escuché atenta y comprobé que las cañerías seguían sonando igual que antes. Solo había cambiado su sonido. Ahora era una nota más aguda la que entonaban esas tuberías. Encendí la luz y vi que encima de la mesa el fontanero había dejado su número por si necesitaba algo. Me alegraba que no lo hubiese arreglado. Así lo volvería a ver. Me preguntaba si en ese momento con el maquillaje corrido, despeinada y con el ánimo quebrado, seguiría diciendo que estaba preciosa de esa manera tan inocente y encantadora. En esos momentos es realmente cuando una necesita oír una voz sincera que la recomponga.

Me desvestí, me desmaquillé y por primera vez en muchos meses lloré apretando mi rostro contra la almohada.