-¿Y cuanto tiempo llevan
escuchando estos ruidos en las cañerías de la casa?, me preguntó el fontanero.
–Prácticamente desde que nos mudamos, le respondí. Cogió unas herramientas y
empezó a toquetear por debajo de la pila de la cocina. Le miré con desgana. Fui
a mi habitación a arreglarme; esa noche tenía una gran actuación en el
RiverKing, el mejor bar de Dream City. Mi marido estaba trabajando pero me
había dicho que iría. Eso me agradaba, pero más me agradaba que fuese Miles
Cazale, el gerente del bar. Estaba teniendo una aventura con él, y seguramente
haría que mi espectáculo fuese fijo, lo que me daría una estabilidad económica
que no tenía y no tendría que depender de mi marido por si algún día decidía
dejarle.
Me maquillé, me pinté los labios
y me puse mi conjunto más provocador. Pese a haber pasado la treintena,
mantenía un buen cuerpo y un mayor atractivo. Siempre me habían gustado mis
ojos. Eran verdes y muchos hombres coincidían en que eran enigmáticos. También
me lo habían dicho algunas mujeres que se habían quedado prendadas de ellos.
Ese día estaba realmente contenta. Cuando salí del baño me sobresalté al ver al
fontanero; casi me había olvidado de que seguía allí. Le pregunté que qué le
parecía mi conjunto. Se dio un cabezazo con la parte inferior de la pila. Se
sonrojó y me dijo que estaba preciosa. Aquello me pareció de una inocencia
encantadora. Le dije que yo me tenía que ir, y que no se preocupase si le daba
la tentación de llevarse algo. Las cosas de valor escaseaban en esa casa, y
además, pronto podría reponerlas cuando mi espectáculo saliese adelante.
Me marché de casa, el paisaje a
lo lejos era precioso. Las nubes eran rosadas, iluminadas por el sol que estaba
escondiéndose en su ocaso. Todos me miraban. Es cierto que iba muy arreglada para
ser un miércoles por la tarde, pero no me importaba. Yo esa noche triunfaría
mientras los demás seguirían en sus mediocres trabajos. Llegué a la puerta del
RiverKing y suspiré sonriente. Abrí la puerta y allí estaba el señor Cazale. Le
di un rápido beso en los labios. El local aun no había abierto para el público.
Lo haría en una hora, después de cenar. Ahora, en verano oscurecía más tarde.
Los demás días habían sido nublados, pero ese había sido soleado, con pocas
nubes. Eso era una señal. Ensayé mis números de baile. Hablé con las bailarinas
que me acompañarían y les expliqué ciertos conceptos para que todo saliese
perfecto. El nerviosismo que había tenido los días de antes se sustituyó por
ansiedad. Quería salir ya y demostrar mi valía. Los minutos pasaban lentos,
pero las mesas se empezaban a llenar de clientes que pedían algo de comer, o
algo de beber, o ambas cosas, claro.
Pude vislumbrar a mi marido
entrando con su viejo maletín en el establecimiento. Se sentó en una mesa
bastante cercana al escenario y a la mesa donde estaban Miles Cazale y dos de
sus amigos. Por un momento me avergoncé de él. Llevaba una americana desgastada
y el pelo grasiento, pero rápidamente se me pasó esa sensación. Era un buen
hombre. Siempre lo había sido. Trabajador y honesto. No me habría enfadado si
hubiese tenido una aventura, ni mucho menos. Todos tenemos derecho a
desahogarnos con otra persona, pero dudaba que mi marido tuviese fuerzas para
mantener a dos mujeres a la vez sin colapsarse.
Unos minutos después Miles Cazale
subió al escenario y resumió el espectáculo de esa noche. Tenía una voz
profunda y carismática. Es lo que más me gustaba de él. Aún no había cumplido
los cincuenta y mantenía una silueta elegante. Confiaba en mí. Sabía que yo
reflotaría la economía de ese bar. Me confesó que llevaba unos meses en números
rojos, y que lo había apostado todo a mi carta. Eso no me presionaba. Al revés;
me sentía halagada. Nos presentó y el gran momento llegó. Salimos al escenario.
Las bailarinas me precedían. Yo llevaba un abrigo largo, que en mitad del
primer número me quitaría dejando ver mi cuerpo tapado solo por un escueto
biquini. Durante tres minutos todo fluyó perfectamente. Los hombres del local
miraban embobados, sus mujeres les daban codazos para que despertasen, pero en
un punto del espectáculo algo se torció. Cazale y sus amigos me lanzaron unos
piropos inapropiados. Cazale hizo alusión a mi relación con él. No paraba de
decir cosas, como “yo he estado en la cama con esa maravilla” y sus amigos le
aplaudían. En ese instante vi como mi marido se levantaba de su mesa con el
botellín de cerveza en la mano. Por un momento tuve la esperanza de que se
marchase y que hablase conmigo civilizadamente en casa, pero no cogió ese
camino.
Levantó su botellín y lo estampó
directamente en la cabeza de Cazale; rápidamente él y sus amigos se
precipitaron sobre mi marido. Yo fui corriendo para separarlos con la mala
fortuna de que me tropecé con una de las sillas y caí al suelo. La escena era
patética. Se formó una auténtica batalla campal alrededor de mi marido, Cazale
y sus amigos. Los vasos sobrevolaban la estancia, las sillas dejaron de ser
útiles para sentarse, y unos se las comenzaron a lanzar a otros. Algún alma con
sentido común llamó a la policía. En diez minutos todo se había disuelto. Vi como
llevaban a mi marido a una ambulancia. Me tranquilizó que caminase por su
propio pie. Cazale no podía presumir de ello. Se quejaba de una pierna, además
de la brecha que tenía en la cabeza, que era algo profunda. “Esa mujer ha
clausurado mi bar para siempre” le oí decir. Bueno, exactamente no lo dijo con
esas palabras, pero no quiero reproducir la expresión que utilizó. Me dolieron
mucho en su momento, por lo que no quiero repetirlas.
Me puse mi abrigo, caminé calle
abajo hacia mi casa. Tal vez después de aquella noche no lo fuese nunca más. Iría
buscando un motel para pasar las próximas semanas, mientras todo se
tranquilizaba. No sería la primera vez que dormía en una habitación donde
tenía que dejar la maleta fuera porque dentro no había sitio. Supuse que mi marido
no querría saber nada de mí. Temía que me diese los papeles del divorcio. Siempre
le dije que no era una buena idea casarnos. Era muy precipitado y podían pasar
muchas cosas. No me hizo caso. Las nubes habían vuelto a cubrir el cielo. En la
oscuridad de la noche se podían distinguir esas nubes iluminadas por la luna. Abrí
la puerta de mi casa y me senté en una de las sillas que rodeaba la mesa de la
cocina. Escuché atenta y comprobé que las cañerías seguían sonando igual que
antes. Solo había cambiado su sonido. Ahora era una nota más aguda la que
entonaban esas tuberías. Encendí la luz y vi que encima de la mesa el fontanero
había dejado su número por si necesitaba algo. Me alegraba que no lo hubiese
arreglado. Así lo volvería a ver. Me preguntaba si en ese momento con el
maquillaje corrido, despeinada y con el ánimo quebrado, seguiría diciendo que
estaba preciosa de esa manera tan inocente y encantadora. En esos momentos es
realmente cuando una necesita oír una voz sincera que la recomponga.
Me desvestí, me desmaquillé y por
primera vez en muchos meses lloré apretando mi rostro contra la almohada.