miércoles, 15 de febrero de 2017

Avistamientos

-¡Tierra!, ¡Tierra!, grito dejándome los pulmones aunque sé que nadie me escucha. Después de doscientos doce días navegando a la deriva en mi pequeño barco, parece que la suerte me sonríe, justo cuando los pertrechos empezaban a ser inexistentes y el agua filtrada a través de una camiseta para que fuese algo potable, había empezado a destrozarme el estómago y todos los órganos de alrededor. Mi débil cuerpo, recupera algo del vigor del antiguo marinero que salió de pesca hacía casi siete meses. Consigo incorporarme.
Una extraña sensación se apodera de mí y me forma un nudo en el estómago, ¿y si aquello no sirve de nada?, ¿y si no encuentro nada con lo que hacer señales o recursos para sobrevivir? Mi cabeza decide evitar ese pensamiento y se centra en llegar a la orilla. Izo las velas o lo que queda de ellas para intentar aprovechar algo de la brisa marina y acercarme a la costa de esa especie de islote. Los reflejos que tenía el mar en aquella zona eran preciosos, las aguas cristalinas, y por un momento me quedé totalmente extasiado mirando esa superficie transparente que rodeaba mi embarcación. Deseaba bañarme en ella, disfrutar del frescor, y esquivar el intenso sol que penetraba mi piel, pero en ese instante despierto de mi ensimismamiento y recupero el control. Estoy a punto de encallar porque la orilla está más cerca cada vez. Me bajo del barco y toco tierra. La vegetación es abundante y sus secretos parecen infinitos.
Oigo voces, -¿Qué va a querer?, me pregunta el camarero. –Un café, solo. Veo como el camarero lo anota y se marcha. Todos los enamorados en la calle disfrutando de un amor corriente. Mi amor sí que era excepcional. Miro fijamente a la chica de la mesa de enfrente, y por un segundo sus ojos verdes se cruzan con los míos, como cada día desde hace siete meses, hasta que yo desvío la mirada y juego con la cucharilla del café. Sé que ella sonríe, o quiero creerlo. La verdad, no me importa si sonríe o se ríe de mí. Hoy mi marinero ha avistado tierra, y yo también.
Me levanto titubeante llevando mi café humeante hasta su mesa. Veo como aparta la vista del periódico y me contempla con interés, como si tuviese algo en la cara y no me hubiese dado cuenta, o como si le hiciese gracia mi expresión nerviosa. Por primera vez los dos nos miramos más de un segundo y sonreímos a la vez. Las siguientes palabras determinarían el triunfo más grande de mi vida, o el batacazo más estrepitoso. Le digo mi nombre, ella me dice el suyo. Le digo que la amo. Que la contemplo desde la otra mesa cada día. Ella me responde que ya lo sabe, al tiempo que se sonroja. Los dos nos rozamos las manos.

El marinero sonríe. Lo más parecido al paraíso se abre ante él. Se adentra en esa densa selva, sabiendo que también puede haber peligros, pero asume el riesgo. 

domingo, 12 de febrero de 2017

Acordes incorpóreos

Allí estaba yo, sentado en una silla incómoda de una casa cualquiera. Escuchaba como en el tocadiscos sonaban los acordes de mi guitarra, y allí estaba yo, incorpóreo, sintiendo de nuevo esas notas musicales que antaño inundaron estadios y grandes salas de concierto. Ahora solo llenaban el silencio de algunas casas, de algunas salas de estar donde la familia se reunía para ver la tele o cenar. Siempre que sonaban mis notas, allí entraba yo. Traspasaba la puerta y acudía al lugar del origen de la música. A veces el tocadiscos no estaba en el salón; a veces estaba en la cocina, en la habitación de algún adolescente nostálgico y solitario. En esas ocasiones, cuando ese triste joven estaba tumbado boca arriba escuchando uno de mis discos, yo me sentaba en la silla que estaba situada al lado del escritorio y observaba. Habitualmente había posters de películas, series o de grupos de música. A veces incluso me tenían a mí, allí, pegado a la pared con una chincheta encima de mi cabeza, mientras con cara de intensidad sostenía la guitarra.
En los últimos años, los tocadiscos se habían sustituido por Ipods y ordenadores pero el resultado seguía siendo el mismo. Yo estaba allí, en la esencia de cada estancia en la que mi música sonaba. Una de esas veces entré por la puerta de la habitación de un chico de unos veinte años. Sonaban las primeras notas de piano de una de mis canciones que consideraba más lograda. Era una canción diferente a las que habitualmente componían mis discos. Cuando el piano se mezclaba con la guitarra, la intensidad de la pieza aumentaba exponencialmente. Era en esos momentos cuando me daba cuenta que sin mi banda, no habría llegado a ningún sitio. En ese instante irrumpía mi voz, más rasgada que de costumbre, y empezaba a cantar una balada. En ese momento, ensimismado con mi propia música, veo que el chico coge una pistola de uno de los cajones de su escritorio mientras tararea la canción. Sigo escrutando al chico. Por un momento parece que me mira y sonríe, pero solo son imaginaciones mías. Ni siquiera es capaz de sostener la pistola sin que le tiemblen las manos. Es un arma antigua, con ribetes dorados en el gatillo. Comprueba si el cargador está lleno y vuelve a engancharlo en la pistola.
Me levanto de la silla y voy hasta su escritorio mientras él está sentado en la cama repasando unos papeles. Veo que hay varias fotos de una mujer madura, que abraza a un hombre. Son fotografías de escasa calidad, nocturnas, parecidas a las que hacen los paparazzi. Después me detengo en una foto del que intuyo que es el hombre de las otras imágenes, rodeada con un círculo. Ni siquiera me había dado cuenta de que otra canción se había abierto paso, y la voz de Leonard Cohen salía a borbotones por el altavoz de la estantería. De repente me giro, y el chico había desaparecido. Oigo un disparo lejano. Fuera de la casa pero dentro del edificio. Oigo otro disparo y un cuerpo que cae por las escaleras intuyo. Me quiero ir de allí, pero algo me lo impide. Quisiera desaparecer, pero ya lo he hecho hace años. Ya no quiero seguir escuchando mi música, no quiero ver pósters de mi figura, no quiero volver a verme de joven otra vez. Ya no. En ese momento desaparezco y la habitación se evapora a mi alrededor.
Aparezco detrás del chico. En los auriculares de su móvil suena otra vez esa maldita canción. Parece nervioso, pero en sus manos no hay un solo temblor. Dos cuerpos están juntos y revueltos en el quicio de la escalera. Reconozco la cara del hombre. Era el de las fotos que había en el escritorio del chico. La cara de la señora no la reconocía, aunque había algo de familiar en ella. Había algo de familiar en todo aquello. Me vuelvo y veo como el chico gira el pomo de la puerta después de forzarla con una especie de ganzúa. La situación se vuelve incomprensible. El chico empieza a coger joyas y dinero y a tirar muebles sin ningún patrón. Mete el botín en el macuto que lleva con él y vuelve a entrar en su casa, al otro lado del descansillo. ¿Un ladrón que se esconde a plena vista? Es la única explicación que se me ocurre, pero, ¿matar a dos personas? Eso se me escapa completamente. Se quita los auriculares, apaga la música, y lo único que veo es como limpia la pistola y la mete en una bolsa. Después todo se desvanece y aparezco en una especie de desierto. El silencio es tan fuerte que me tengo que tapar los oídos. No estoy acostumbrado a esa calma sepulcral. Los días y las noches se suceden mientras yo ando en círculos acompañado por el silbar del viento. En otros lugares se está escuchando mi música pero ya no me interesa. Ya no me interesan las discusiones de salón o las escenas de sexo entre adolescentes al ritmo de mis golpes de guitarra. Ya no quiero saber nada de eso. Sé que si sigo obviando todo eso, me quedaré en este desierto dando vueltas y desquiciado, pero necesito saber por qué ese chico ha hecho eso, y nada de lo demás. He sido testigo de un crimen. 
¿Habría más como yo?, almas vagabundas, pintores que se pasean por museos donde se exponen sus cuadros, oficinistas que vagan por sus casas que ahora habitan otras personas, obreros en construcciones sin terminar. O tal vez yo era el único. Las imágenes se me confundían, todo se volvía difuso. Ya no estaba seguro de nada, y dudo que aquello fuese un don. Aquello se asemejaba a un castigo eterno, pero no me lo merecía. No, no me lo merecía.
La figura de un edificio se dibuja ante mí. Subo las escaleras, atravieso una puerta y allí vuelvo a estar, pero parece haber pasado bastante tiempo. El chico se ha dejado una barba incipiente, que no le llega a rellenar toda la cara y una mujer llora  con la cara entre las manos. El chico está apoyado en el marco de la puerta del salón y la contempla. –Un año ya, hijo. Un año desde que asesinaron a Samuel, y a la señora Hargraves, y lo único que son capaces de decirme es que han encontrado a un vagabundo con las joyas de la señora Hargraves por las calles de Chelsea St. ¿Ese será mi único consuelo?, que un vagabundo mató a mi marido. Primero tu padre y ahora Samuel. Soy la viuda negra, joder. –Te era infiel mamá, respondió el chico. -¿Cómo lo sabes tú? A mí me lo confesó un par de noches antes. Que se había estado viendo con una tal Cinthya, pero que se arrepentía enormemente. Yo no me enfadé. Yo también me había estado viendo con otro hombre porque después de ocho años de matrimonio tranquilo necesitaba algo de adrenalina, ¿sabes? Aún tengo cincuenta años. Aun soy una mujer, pero también estaba arrepentida así que nos quedamos abrazados y enjugando nuestras lágrimas.
Una mínima mueca aparece en la boca del chico, se da media vuelta mientras deja a su madre sollozando en el sofá. Enfoco su cara. Me es tan conocida. Sé que la había visto antes, y...¿la señora Hargraves? Así se llamaba mi vecina. Esa cara, ahora surcada por lágrimas no la podría olvidar. De repente la realidad me hizo caer de rodillas, aunque nadie lo viese. De repente reconocí esas lágrimas, esos sollozos, ese pelo negro y esos ojos verdes. Después de diez años su belleza seguía intacta. Quien más había cambiado era el chico, pero ella, que en tantas giras me había acompañado y en tantas noches oscuras se había acurrucado junto a mí, levantó la vista y pareció atravesarme, aunque sabía que no era posible. Jackie, mi amor, Jackie. Quiero abrazarte. Necesito hacerlo y sin embargo lo único que puedo hacer es escuchar tus lamentos, acompañados de mi música de fondo. Una música que viene de la habitación contigua. Luces y sombras se entremezclan en la escena. Me siento frágil y débil, aunque no debería. No debería sentir nada.
Voy a la habitación contigua y compruebo que el chico está escribiendo en un papel.
"Yo maté a Samuel, yo maté a la señora Hargraves, pero cuando leas esto yo estaré muy lejos, o tal vez no estaré. No podía soportar que alguien pudiera haber sustituido a papá, y menos cuando supe que te estaba siendo infiel. Recuerdo que papá me dijo en sus últimas palabras en su cama, empañadas por su último estertor, que no dejase que ningún otro hombre te hiciese daño. Ahora mi remordimiento es insondable. No sentí nada al matar a esas dos personas. La señora Hargraves era un crimen necesario para que la historia del vagabundo fuese plausible. Yo le di todas las joyas que cogí, y me quedé con un anillo suyo que pondré encima de esta nota. Soy un asesino, y esta es mi confesión"
Veo como sella la carta, y la deja encima de la cama, al igual que el anillo que menciona en el escrito. Saca de la baldosa suelta un objeto odiosamente familiar. Se despide de su madre, se pone los auriculares aunque esta vez no es mi música la que suena. Veo a Jackie por última vez. No te merecías esto, pienso, y la inmensidad del desierto vuelve a aparecer, hasta donde mi mirada no puede abarcar. Tal vez, después de todo, yo sí me mereciese aquello.
En ese momento veo una pequeña cabaña, y conforme me voy acercando los acordes de mi último disco, el que nunca llegué a componer a todo volumen. Dentro hay dos hombres. Me siento junto a ellos. Veo como fuman tabaco en pipa. Cuando terminan, se van y me recuesto. Parece que han dejado el disco entero puesto en esa especie de radiocasete. Allí tendré paz. Mientras duren los últimos acordes incorpóreos de mi guitarra y las últimas teclas de piano nunca terminen de sonar. A lo lejos una silueta se dibuja. Va cobrando forma. Parece un chico joven, con una barba incipiente. Siento el impulso irrefrenable de salir y abrazarlo. El chico se va acercando. Lleva unos auriculares. Se los quita y los tira en la inmensidad desértica. Se acerca. Lloramos.
No, definitivamente, no. Nadie merecía este final.