domingo, 3 de septiembre de 2017

No te he pedido ayuda

1.
Todo lo veía con una extrema nitidez cuando me monté en el tren. Aún cuando me quitaba las gafas, los objetos, personas y formas que me rodeaban no perdían ni un ápice de precisión pese a tener varias dioptrías en ambos ojos. Por fin las cosas cambiaban. Nos había costado tener el valor para irnos de aquel ambiente infernal, pero al final lo habíamos conseguido. Mirlene dejaría de trabajar de dependienta en la zapatería. Le dije que ya encontraría algo en Maybe, un pueblo al Oeste de Canadá. Yo iba a ir una semana antes para preparar la casa y acondicionarla para Mirlene y los niños. Teníamos dos hijos preciosos, Jack y Mara; es cierto que últimamente habíamos tenido nuestras diferencias, pero aquello cambiaría cuando nos mudáramos. Tendríamos que apoyarnos los unos en los otros para salir adelante, y eso reforzaría a nuestra familia, estaba seguro.

Había dejado mi trabajo en la ferretería, y a grandes amigos como Javier, el español que trabajaba con nosotros, y Lou, pero entendían que era una oportunidad para progresar en esta vida. Me dijeron que me tenían envidia, y que si a ellos se les hubiese presentado una posibilidad como aquella, no lo habrían dudado tampoco. Hace dos noches nos fuimos a un bar a tomar unas cervezas; la noche se complicó y acabamos en un club de striptease con una copa de ginebra en la mano. Hacía mucho que no bebía nada que fuera más fuerte que la cerveza o el vino, y el ardor de estómago a cada trago lo confirmaba, pero pensé que una noche era una noche y que pese a ser un tópico de quien sabe que se va a emborrachar, había que disfrutar de vez en cuando. Supongo que esa es la excusa que usan las personas para silenciar a la voz de la conciencia, y a los continuos mensajes que entran en tu móvil de tu pareja preguntando dónde estás. No fue mi caso, pero por si acaso apagué el móvil.

Contrataron a una de esas strippers para mí, mientras ellos se quedaban contemplando el hipnótico baile de una chica morena de ojos verdes de unos veinte años. La verdad es que me parecía increíble esa flexibilidad y no entendía que tuviese los mismos huesos que yo, y que además los tuviese en los mismos lugares que yo. Cuando volví la cabeza vi a mi stripper personal; esta cerró la cortina para darnos intimidad, pero casi me caigo del susto al mirarla detenidamente. Parecía muy mayor para aquel trabajo, pero aún así me dijo: tienes mucha suerte chico, soy alguien muy solicitado. Yo tengo casi cincuenta años, y los aparento. Cuando me llamó chico no era algo cariñoso, ni una coletilla, si no lo que yo era para ella. Un chico. Empezó a bailar de una manera bastante correcta, todo he de decirlo, pero cuando le crujieron las rodillas, no supe si aplaudirle, darle ánimos o la extremaunción. Aproveché que estaba de espaldas, para dejarle una propina y marcharme corriendo. Mis amigos seguían embobados con el baile de la morena, pero les dije que teníamos que irnos. Ellos se rieron. Seguramente todo había sido planeado de antemano, pero no pregunté. Me subí al coche por la puerta del copiloto y me senté con el ceño fruncido. Lou me miró y dijo que la noche aún no había acabado, que conocía un local debajo de las escaleras de una plaza a las afueras, que ponían buen alcohol. Yo me temía lo peor, pero estaba lo bastante borracho como para interpelar una queja, o negarme, y lo suficiente sobrio como para darme cuenta de que no era una buena idea.

Aquel sitio era un tugurio que no tenía que pagar factura de la luz, porque estaba todo demasiado oscuro. Por un momento pensé, que las luces daban sombra, porque no me podía explicar esa densa negrura que reinaba en toda la estancia. Cuando me había pedido una copa, noté una mano que se posaba en mi hombro, con la suavidad de una mariposa, y que me daba la vuelta con cierta brusquedad, para encajarme un puñetazo con la velocidad y el efecto de un aguijonazo de una avispa. No me caí al suelo pero me tiré, por si acaso iba a recibir otro golpe por quedarme en pie. Salí de allí, y vi a Javier y Lou con el mismo aspecto que yo. Me senté en el bordillo. Después entendí que Javier se encaró con el portero y todo se complicó. Nos fuimos apoyados en los hombros del otro, riendo. Aquella no había sido mala despedida después de todo.

En el tren, aún tenía un moratón en la frente, pero nada grave. Me recosté en el asiento y cerré los párpados mientras observaba el paisaje cambiante que recorría las ventanillas del tren.

2.
Cuando me desperté, la nitidez perfecta con la que veían mis ojos seguía ahí, pero ahora solo cuando me ponía las gafas. Eso era lo normal, pensé. Me acomodé en el asiento, aunque no durante mucho rato. Estábamos llegando. Los carteles de Maybe se veían con frecuencia. Comprobé el mapa en mi teléfono y estábamos a quince kilómetros. Fantástico. Sonreí y cogí mi maleta del estante de arriba.
Cuando salí, recogí el coche de alquiler que había encargado la semana anterior. La estación estaba a unos setenta kilómetros del pueblo donde tendríamos un nuevo comienzo y no quería ir en autobús, además, durante la semana que estaba solo para acondicionar la casa, tendría un coche para moverme con libertad. Después compraría uno en Maybe. Conduje, escuchando de fondo a los Rolling y lo que la radio iba poniendo. Tardé más o menos una hora en llegar al pueblo; allí, encontré relativamente fácil la dirección de mi nuevo hogar, de nuestro nuevo hogar, ya que no era un pueblo excesivamente grande. Aparqué, saqué las maletas y entré en la casa. Las persianas estaban bajadas y olía a cerrado, pero era bastante amplia. Estaríamos cómodos; tal vez habría que reformar uno de los cuartos de baño que tenía bañera y a Mirlene no le gustaban las bañeras, pero por lo demás era un bonito lugar para reiniciar la vida. Así lo veía yo.

La primera noche fue una noche de persistente insomnio. La casa seguía oliendo a cerrado y todo aquello de lo que estaba tan seguro desde hacía meses se tambaleaba. Me levanté y salí a respirar algo de aire fresco. Salí al porche de la casa y contemplé las casas de alrededor y el cielo. Las estrellas refulgían como incansables bombillas; hacía mucho que no veía un cielo estrellado. La polución de la ciudad donde vivía, lo impedía. A Mirlene le encantaría. Pensé en mandarle una foto, pero era muy tarde.

Cuando ya iba a volver a casa una voz femenina me reclamó. A unos cuantos metros, una chica, más o menos de mi edad, estaba sentada en los escalones de su casa. –¿Tampoco puedes dormir?, me preguntó con una sonrisa traviesa. –Tampoco, respondí. –Me llamo Clarence, ¿eres nuevo por aquí? Hace un par de meses vivían un par de viejos cascarrabias, pero el marido se murió, y al poco tiempo la mujer. Al final parece que a pesar de las discusiones no podían vivir el uno sin el otro.
La miré. Tenía el pelo de un color rojizo intenso, los ojos podían ser verdes, pero en aquella noche, con la única iluminación de las estrellas y de la tenue luz del porche, no lo podía saber con seguridad. Era como si su cara la hubiese antes en algún sitio, pero sabía que eso era improbable. –Nosotros llevamos diez años aquí,-prosiguió- estoy contenta de que por fin llegue algo de savia nueva al vecindario. Con el tiempo te darás cuenta de que no hay mucho donde elegir. La gente es mayor y no busca amigos. ¿Has venido solo?

No sabía que responderle; ciertamente había venido solo, pero sabía que mi mujer e hijas llegarían en menos de una semana, sin embargo una fuerza interna, me obligó a decir, “sí, he venido solo”. Inexplicable, pero no lo pude evitar. Estuvimos unos segundos sentados, cada uno en las escaleras de su porche, mirando el cielo oscuro para evitar deliberadamente mirarnos entre nosotros. -¿Por qué no te pasas mañana a comer y tomar una copa después?, a Tony le encantará conocerte y saber que ha llegado un forastero a la ciudad, me preguntó. “Claro”, respondí. Dentro de mí, una sensación similar a la de la decepción se apoderó de mí. No conseguía comprender por qué había aparecido ese sentimiento de manera tan repentina. Es como si esperase que viviese sola, y saber que su marido, novio o lo que fuese, viviera con ella, me provocase aquella especie de tristeza. Una tristeza tenue como la luz del porche pero palpable. Me despedí y me fui a dormir, aunque di vueltas y vueltas en la cama. “Estás casado y con hijos, ¿en qué piensas?, espabila”

3.
Al día siguiente desperté bruscamente. Al final por la noche me había tomado una pastilla para intentar conciliar el sueño, pero lo único que había hecho era atontarme más de lo que estaba. Daría una vuelta por los alrededores, iría al supermercado, abastecería la nevera, me tomaría una cerveza, colocaría unas cuantas cajas de la mudanza e iría a comer a casa de Clarence, con Tony también, claro.

Al final solo fui al supermercado y me tomé una cerveza. Me entretuve en la sección de congelados, eligiendo entre canónigos y lechuga tradicional, para al final acabar comprando unas hamburguesas y algo de queso; además compré una botella de vino para llevarla a la comida. Me senté en el sofá después de colocar la compra en la espaciosa cocina y me bebí una cerveza mirando a través de la ventana. Aún no habían instalado la televisión, y mi móvil estaba sin batería. La verdad es que no me apetecía mucho cargarlo. Estaba todo bien por ahora.

La hora de la comida se fue acercando y yo me fui poniendo nervioso. Me probé tres camisas y los correspondientes pantalones; cuando fui a echar mano de la cuarta, descubrí que las polillas habían hecho su trabajo. “Antipolillas” apunté en una libreta que tenía en mi habitación. En nuestra habitación, de Mirlene y mía. Al final me puse la primera camisa que me había puesto y salí de casa. Una ráfaga de viento me despeinó un poco, y yo creo que me vino bien. Suspiré y llamé a la puerta.
La comida discurrió tranquila. Tony era un hombre alto, con una barriga incipiente y una barba que estaba lejos de ser cerrada. Era simpático, realmente simpático y eso por dentro me quemaba. Supongo que ver reír a Clarence por cosas que hacía o decía Tony me ponía incomprensiblemente celoso; intenté estar a la altura, pero lo único que saqué fueron risas compasivas de la pareja. Después de la comida Tony nos dijo que nos enseñaría las fotos de su último viaje a Europa, ya que había tenido que ir a cerrar unos negocios que pronto darían sus frutos y podrían comprarse, por fin, una casa en Vancouver. Estaba convencido, aunque por la cara de Clarence, él era el único que parecía estar convencido. Nos enseñó con excesivo entusiasmo para mi gusto las fotos; primero España, después Francia y por último el norte de Italia. Dijo que era una misma empresa con diferentes sucursales, por lo que era una empresa potente. Yo no estaba muy convencido con aquel razonamiento. Una peluquería puede tener diferentes establecimientos en diferentes países y no por ello era una empresa potente, aunque mis conocimientos económicos distaban mucho de ser algo valorable, por lo que asentí respetuosamente y callé.

Después de la primera copa, me desinhibí y empecé a hablar mucho. No mencioné ni a Mirlene ni a mis hijos. Les conté mi última peripecia antes de irme, con Javier y Lou y se rieron sinceramente. Me sentí acogido, hacía mucho que no me sentía así. Los celos hacía Tony se mitigaron. Después, cuando ya creí que era hora de irse, Clarence me acompañó hasta la puerta de mi casa, no porque fuese demasiado borracho, si no porque creo que quería hablar conmigo, aunque fuimos en silencio hasta que llegamos a la misma entrada. –Esos negocios de los que habla Tony, son solo grandes ideas con escasas expectativas. Ya ha pasado otras veces. Supongo que tendrás vecinos para rato si te quedas mucho tiempo—eso último lo dijo con un tono de ligera resignación. Me dio un beso y se marchó. Me fijé en sus caderas y rápidamente me di la vuelta, ¿qué me estaba pasando?

El día siguiente transcurrió sin demasiados sobresaltos. Ya quedaba menos para que nos juntásemos todos, y las cosas volverían a su cauce. Mirlene ya estaría haciendo los primeros preparativos de la maleta. Era muy organizada y previsora. “Mujer previsora no sé si vale por dos, pero dos son las bragas que me llevo aunque vayamos a pasar una noche fuera”, recordé esta frase con ternura. Parecía que hiciese una eternidad de aquello. Puse a cargar el móvil. Aquella noche la llamaría. Terminé de colocar las cosas y la casa de repente se convirtió en algo acogedor y apacible. Me senté en el sofá y esta vez me tomé una coca cola, para tener mi mente a tono. Me entraron unas ganas infinitas de escribir. Hacía meses. No. Seguramente años desde la última vez que ejecuté un poema o párrafo. Aunque había sido ferretero y seguiría siéndolo en aquel bonito pueblo, cobrando casi el doble, tenía mis inquietudes artísticas. Mirlene siempre me lo decía, que había desperdiciado un futuro de escritor y poeta por el confort de ser ferretero y no pensar. Puede ser, pero tampoco creía que fuera para tanto. Muy a mi pesar no fue en Mirlene en quien pensé al empezar a escribir. Clarence pasó como el cometa Halley por mi mente. Fue fugaz pero intenso. Su cabello rojo, sus ojos complicados de describir me deslumbraron y el bolígrafo se empezó a mover solo por el papel.

La ligera ondulación de su cabello en llamas, el contonear de sus caderas, un parpadeo inevitablemente lento y seductor; ¿hay algo más cercano a la belleza cotidiana de Hopper? Si un pintor la hubiera conocido habría renegado de pintar, por no poder plasmar el caos calmado pero a punto de estallar de sus ojos. Miguel Ángel no habría pintado la Capilla Sixtina, ni Da Vinci la Mona Lisa. Simplemente no la conocieron. Su sonrisa quebrada y su voz casi susurrada me dan miedo. Es como una tela de araña y yo soy la presa involuntaria de sus hilos”

Eso fue lo único que escribí, pero dejé tiré el bolígrafo sobre la mesa, exhausto. Era como si una parte se hubiera abierto paso en mi coraza interior, como si mi armadura la hubiesen roto a base de martillazos. Hasta ese momento no me había dado cuenta de la atención que le había prestado a Clarence desde el primer momento que la había visto. Me senté y contemplé el paisaje que se abría ante mí. Al día siguiente haría alguna excursión.

4.
Me levanté extrañamente despejado. Cuando iba a salir a visitar los alrededores con mi coche alquilado, me quedé quieto en las escaleras del porche donde había hablado por primera vez con Clarence. Miré instintivamente a su puerta y fui. Llamé y me abrió ella. Tony había salido con unos amigos a revisar unos flecos del negocio europeo, aunque los dos sabíamos que llevaba en el bar desde las diez de la mañana. Le propuse hacer una excursión y como ella conocía mejor la zona, me podría enseñar rutas de senderismo porque me encantaba andar; otra mentira que añadir al saco, pero no podía o no quería decir la verdad. Ella aceptó y nos fuimos.

Visitamos un par de lagos, hicimos rutas de senderismo y anduvimos bastante. A juzgar por mis resoplidos, parecía un coche que se le había averiado el motor, pero que veía la meta muy cerca y no cejaba en el empeño de llegar. Supongo que Clarence lo advirtió, porque bajó el ritmo. Sonrió de forma pícara. Creo que sabía mucho más de lo que yo le decía. Cuando cayó la tarde fuimos a un tercer lago en el que me ocurrió algo ciertamente inquietante. Era un lago con cierta marea, como un mar en calma, o en este caso, como un lago revuelto. “Un caos calmado” recordé. Había una pasarela por la que anduvimos hasta adentrarnos en la parte donde los tablones vibraban al son de la corriente que tenían debajo. Al final de la pasarela había dos sillas rojas, donde uno se podía sentar y contemplar la inmensidad del lago. Allí nos sentamos, y nos miramos. Sonreímos y cerramos los ojos. Era como estar en un oasis mental. Mi cerebro redujo su actividad como si hubiese caído en un profundo sueño y dejé de pensar.

Cuando abrí los ojos, entornándolos ligeramente, noté que había empezado a llover. Al otro lado del lago contemplé una boda. Al principio la imagen de Mirlene se superpuso a la de la novia, pero poco a poco, primero el cabello y luego los ojos cambiaron para ser los de Clarence, hasta que el rostro fue por completo de ella. Me giré instintivamente para besarla conducido por un deseo irrefrenable, pero ella no estaba sentada en la silla. Por un momento pensé que todo había sido una ensoñación, que Clarence no existía, pero cuando escuché mi nombre repetidas veces por esa voz inconfundible, me giré y me fui con ella porque la tormenta empezaba a arreciar. Clarence me ofreció su chaqueta porque yo iba en manga corta, pero la rechacé. Me alegré de que Clarence no hubiese estado sentada en esa silla y hubiese descubierto mis intenciones con ella. Intenciones que intentaba mantener enterradas; al mismo tiempo me entristecí por la boda que se estaba celebrando. Una tormenta el día de tu boda no es buen augurio para ningún matrimonio. En el mío recuerdo que la lluvia por poco arrasa la iglesia. Debería haberlo previsto, pero la previsora era mi mujer y tampoco vio venir que nosotros nunca estaríamos en calma.

Llegamos a casa, yo empapado y Clarence aterida de frío. Nos despedimos y cada uno nos fuimos hacía nuestro hogar. El mío solitario, el suyo con el calor de Tony el soñador y con el suyo propio, que por sí solo llenaba la Casa Blanca si ella quería. Me duché con agua bien caliente, me puse el pijama, tomé una pizza que puse en el horno y suspiré viendo la ventana, que me entretenía más que cualquier programa de televisión o cualquier película, no porque pasasen cosas continuamente en la calle, ya que era un barrio tranquilo, si no porque podía pensar, y hacía mucho que no lo hacía.
Era la última noche solo. Al día siguiente llegarían Mirlene y los niños. De repente me sentía cómodo. No sabía si me apetecía tener a nadie pululando, analizando cada uno de mis movimientos, pidiendo que reformasen cada parte de la casa por no estar a su gusto. Estos pensamientos me atormentaban. Era mi familia.

Permanecí en vela casi toda la noche, mirando a través de esa ventana que me devolvía una imagen constante, como la de un salvapantallas, a excepción de algún vecino corriendo, o volviendo del bar. Una ventana que también abría mi mente. Dentro de la casa, lo único que cambiaba de la escena era la lata de cerveza. No sé qué hora era, pero vi algo moverse. Era una mole enorme. En aquel sitio decían que de vez en cuando podían bajar osos, porque era su zona, pero tanto Clarence como Tony me decían riéndose que nunca habían visto ninguno y ya llevaban diez años allí.

Me levanté a contemplar más de cerca y en efecto era un oso de unos tres metros de altura. Vi que tenía una pata herida porque iba dejando de sangre que se podía distinguir pese a la trémula luz de la luna junto con la de mi porche. Instintivamente rellené un barreño, que encontré en la cocina, con agua, cogí algo de carne que había comprado y fui corriendo, sin valorar que ese oso me podría pulverizar de una mirada. Se lo dejé detrás. El oso se dio la vuelta y se puso a dos patas. Pasó todo muy rápido. El oso tiró todo lo que le había dejado y se dispuso a atacarme. Me rozó una de las piernas con sus zarpas; lo suficiente para hacerme un arañazo de unos diez centímetros. Corrí hacia casa, pero el oso no me siguió, quizá por su herida, quizá por pereza. Me encerré y me puse detrás de la puerta como si eso fuese a frenar al oso si hacía una acometida contra ella.
“No te he pedido ayuda”, esas palabras cruzaron mi mente y se posaron en ella como una hoja cae en otoño al suelo. Lenta, pero inexorablemente.

5.
El resto de la noche lo pasé sentado en el sofá, inmóvil, pero no con la misma quietud que antes de mi confrontación con el oso, sino una quietud casi artificial, como una gárgola. “No te he pedido ayuda”, fueron las últimas palabras que Mirlene me dedicó cuando le dije que se mudase conmigo unos meses atrás. Llevábamos dos años separados y ella se había quedado la custodia de los niños. Sabía que las cosas no le iban bien, pero era demasiado orgullosa como para empezar una nueva vida con alguien con quien ella la había acabado. Mi memoria había intentado sepultar estos dos yermos años, pero esas palabras volvieron a mi cabeza, y se volvieron a quedar grabadas como un sello en mí, igual que la primera vez que me las dijo. Pronto se borrarían, pero sabía que ella no vendría, ni mis hijos. Ni nadie. Realmente estaba solo. Aquella certeza me hizo quedarme clavado al sillón.

De repente la casa se hizo muy grande y nada acogedora. Yo me sentí pequeño. Tanto que creí que podía colarme en una de las rendijas del sillón y quedarme allí, aprisionado sin salida. Las paredes se alejaron. La imagen de Mirlene se desvaneció, las caras de mis hijos empezaron a emborronarse y los muebles perdieron su precisión. No estaba asustado. No estaba triste. No estaba. Yo también empecé a sentir que desaparecía, pero el primer rayo de luz me sacó de mí momentáneo letargo. Me ajusté las gafas y aunque no viese nada con nitidez, era consciente de estar allí. Mis uñas estaban clavadas en los brazos del sillón.


Al menos no tendría que reformar la bañera, pensé, casi en voz en alta, casi susurrándolo. El rumor de un pueblo que estaba despertándose me llegó a mis oídos como si fuese el fragor de una batalla muy lejana, de algo que no iba conmigo. Alguien tocó en la puerta pero no me levanté. Era mi primer día de trabajo y llegaba tarde.