1.
Todo lo veía con una extrema
nitidez cuando me monté en el tren. Aún cuando me quitaba las gafas, los
objetos, personas y formas que me rodeaban no perdían ni un ápice de precisión
pese a tener varias dioptrías en ambos ojos. Por fin las cosas cambiaban. Nos
había costado tener el valor para irnos de aquel ambiente infernal, pero al
final lo habíamos conseguido. Mirlene dejaría de trabajar de dependienta en la
zapatería. Le dije que ya encontraría algo en Maybe, un pueblo al Oeste de
Canadá. Yo iba a ir una semana antes para preparar la casa y acondicionarla
para Mirlene y los niños. Teníamos dos hijos preciosos, Jack y Mara; es cierto
que últimamente habíamos tenido nuestras diferencias, pero aquello cambiaría
cuando nos mudáramos. Tendríamos que apoyarnos los unos en los otros para salir
adelante, y eso reforzaría a nuestra familia, estaba seguro.
Había dejado mi trabajo en la
ferretería, y a grandes amigos como Javier, el español que trabajaba con
nosotros, y Lou, pero entendían que era una oportunidad para progresar en esta
vida. Me dijeron que me tenían envidia, y que si a ellos se les hubiese
presentado una posibilidad como aquella, no lo habrían dudado tampoco. Hace dos
noches nos fuimos a un bar a tomar unas cervezas; la noche se complicó y
acabamos en un club de striptease con
una copa de ginebra en la mano. Hacía mucho que no bebía nada que fuera más
fuerte que la cerveza o el vino, y el ardor de estómago a cada trago lo
confirmaba, pero pensé que una noche era una noche y que pese a ser un tópico
de quien sabe que se va a emborrachar, había que disfrutar de vez en cuando.
Supongo que esa es la excusa que usan las personas para silenciar a la voz de
la conciencia, y a los continuos mensajes que entran en tu móvil de tu pareja
preguntando dónde estás. No fue mi caso, pero por si acaso apagué el móvil.
Contrataron a una de esas strippers para mí, mientras ellos se
quedaban contemplando el hipnótico baile de una chica morena de ojos verdes de
unos veinte años. La verdad es que me parecía increíble esa flexibilidad y no
entendía que tuviese los mismos huesos que yo, y que además los tuviese en los
mismos lugares que yo. Cuando volví la cabeza vi a mi stripper personal; esta
cerró la cortina para darnos intimidad, pero casi me caigo del susto al mirarla
detenidamente. Parecía muy mayor para aquel trabajo, pero aún así me dijo: tienes mucha suerte chico, soy alguien muy
solicitado. Yo tengo casi cincuenta años, y los aparento. Cuando me llamó
chico no era algo cariñoso, ni una coletilla, si no lo que yo era para ella. Un
chico. Empezó a bailar de una manera bastante correcta, todo he de decirlo,
pero cuando le crujieron las rodillas, no supe si aplaudirle, darle ánimos o la
extremaunción. Aproveché que estaba de espaldas, para dejarle una propina y
marcharme corriendo. Mis amigos seguían embobados con el baile de la morena,
pero les dije que teníamos que irnos. Ellos se rieron. Seguramente todo había
sido planeado de antemano, pero no pregunté. Me subí al coche por la puerta del
copiloto y me senté con el ceño fruncido. Lou me miró y dijo que la noche aún
no había acabado, que conocía un local debajo de las escaleras de una plaza a
las afueras, que ponían buen alcohol. Yo me temía lo peor, pero estaba lo
bastante borracho como para interpelar una queja, o negarme, y lo suficiente sobrio
como para darme cuenta de que no era una buena idea.
Aquel sitio era un tugurio que no
tenía que pagar factura de la luz, porque estaba todo demasiado oscuro. Por un
momento pensé, que las luces daban sombra, porque no me podía explicar esa
densa negrura que reinaba en toda la estancia. Cuando me había pedido una copa,
noté una mano que se posaba en mi hombro, con la suavidad de una mariposa, y
que me daba la vuelta con cierta brusquedad, para encajarme un puñetazo con la
velocidad y el efecto de un aguijonazo de una avispa. No me caí al suelo pero
me tiré, por si acaso iba a recibir otro golpe por quedarme en pie. Salí de
allí, y vi a Javier y Lou con el mismo aspecto que yo. Me senté en el bordillo.
Después entendí que Javier se encaró con el portero y todo se complicó. Nos fuimos
apoyados en los hombros del otro, riendo. Aquella no había sido mala despedida
después de todo.
En el tren, aún tenía un moratón
en la frente, pero nada grave. Me recosté en el asiento y cerré los párpados
mientras observaba el paisaje cambiante que recorría las ventanillas del tren.
2.
Cuando me desperté, la nitidez
perfecta con la que veían mis ojos seguía ahí, pero ahora solo cuando me ponía
las gafas. Eso era lo normal, pensé. Me acomodé en el asiento, aunque no
durante mucho rato. Estábamos llegando. Los carteles de Maybe se veían con
frecuencia. Comprobé el mapa en mi teléfono y estábamos a quince kilómetros.
Fantástico. Sonreí y cogí mi maleta del estante de arriba.
Cuando salí, recogí el coche de
alquiler que había encargado la semana anterior. La estación estaba a unos
setenta kilómetros del pueblo donde tendríamos un nuevo comienzo y no quería ir
en autobús, además, durante la semana que estaba solo para acondicionar la
casa, tendría un coche para moverme con libertad. Después compraría uno en
Maybe. Conduje, escuchando de fondo a los Rolling y lo que la radio iba
poniendo. Tardé más o menos una hora en llegar al pueblo; allí, encontré
relativamente fácil la dirección de mi nuevo hogar, de nuestro nuevo hogar, ya que no
era un pueblo excesivamente grande. Aparqué, saqué las maletas y entré en la
casa. Las persianas estaban bajadas y olía a cerrado, pero era bastante amplia.
Estaríamos cómodos; tal vez habría que reformar uno de los cuartos de baño que
tenía bañera y a Mirlene no le gustaban las bañeras, pero por lo demás era un
bonito lugar para reiniciar la vida. Así lo veía yo.
La primera noche fue una noche de
persistente insomnio. La casa seguía oliendo a cerrado y todo aquello de lo que
estaba tan seguro desde hacía meses se tambaleaba. Me levanté y salí a respirar
algo de aire fresco. Salí al porche de la casa y contemplé las casas de
alrededor y el cielo. Las estrellas refulgían como incansables bombillas; hacía
mucho que no veía un cielo estrellado. La polución de la ciudad donde vivía, lo
impedía. A Mirlene le encantaría. Pensé en mandarle una foto, pero era muy
tarde.
Cuando ya iba a volver a casa una
voz femenina me reclamó. A unos cuantos metros, una chica, más o menos de mi
edad, estaba sentada en los escalones de su casa. –¿Tampoco puedes dormir?, me
preguntó con una sonrisa traviesa. –Tampoco, respondí. –Me llamo Clarence,
¿eres nuevo por aquí? Hace un par de meses vivían un par de viejos
cascarrabias, pero el marido se murió, y al poco tiempo la mujer. Al final
parece que a pesar de las discusiones no podían vivir el uno sin el otro.
La miré. Tenía el pelo de un
color rojizo intenso, los ojos podían ser verdes, pero en aquella noche, con la
única iluminación de las estrellas y de la tenue luz del porche, no lo podía
saber con seguridad. Era como si su cara la hubiese antes en algún sitio, pero
sabía que eso era improbable. –Nosotros llevamos diez años aquí,-prosiguió-
estoy contenta de que por fin llegue algo de savia nueva al vecindario. Con el
tiempo te darás cuenta de que no hay mucho donde elegir. La gente es mayor y no
busca amigos. ¿Has venido solo?
No sabía que responderle;
ciertamente había venido solo, pero sabía que mi mujer e hijas llegarían en
menos de una semana, sin embargo una fuerza interna, me obligó a decir, “sí, he
venido solo”. Inexplicable, pero no lo pude evitar. Estuvimos unos segundos
sentados, cada uno en las escaleras de su porche, mirando el cielo oscuro para
evitar deliberadamente mirarnos entre nosotros. -¿Por qué no te pasas mañana a
comer y tomar una copa después?, a Tony le encantará conocerte y saber que ha
llegado un forastero a la ciudad, me preguntó. “Claro”, respondí. Dentro de mí,
una sensación similar a la de la decepción se apoderó de mí. No conseguía
comprender por qué había aparecido ese sentimiento de manera tan repentina. Es
como si esperase que viviese sola, y saber que su marido, novio o lo que fuese,
viviera con ella, me provocase aquella especie de tristeza. Una tristeza tenue
como la luz del porche pero palpable. Me despedí y me fui a dormir, aunque di
vueltas y vueltas en la cama. “Estás casado y con hijos, ¿en qué piensas?,
espabila”
3.
Al día siguiente desperté
bruscamente. Al final por la noche me había tomado una pastilla para intentar
conciliar el sueño, pero lo único que había hecho era atontarme más de lo que
estaba. Daría una vuelta por los alrededores, iría al supermercado, abastecería
la nevera, me tomaría una cerveza, colocaría unas cuantas cajas de la mudanza e
iría a comer a casa de Clarence, con Tony también, claro.
Al final solo fui al supermercado
y me tomé una cerveza. Me entretuve en la sección de congelados, eligiendo
entre canónigos y lechuga tradicional, para al final acabar comprando unas hamburguesas
y algo de queso; además compré una botella de vino para llevarla a la comida.
Me senté en el sofá después de colocar la compra en la espaciosa cocina y me
bebí una cerveza mirando a través de la ventana. Aún no habían instalado la
televisión, y mi móvil estaba sin batería. La verdad es que no me apetecía
mucho cargarlo. Estaba todo bien por ahora.
La hora de la comida se fue
acercando y yo me fui poniendo nervioso. Me probé tres camisas y los
correspondientes pantalones; cuando fui a echar mano de la cuarta, descubrí que
las polillas habían hecho su trabajo. “Antipolillas” apunté en una libreta que
tenía en mi habitación. En nuestra habitación, de Mirlene y mía. Al final me
puse la primera camisa que me había puesto y salí de casa. Una ráfaga de viento
me despeinó un poco, y yo creo que me vino bien. Suspiré y llamé a la puerta.
La comida discurrió tranquila.
Tony era un hombre alto, con una barriga incipiente y una barba que estaba
lejos de ser cerrada. Era simpático, realmente simpático y eso por dentro me
quemaba. Supongo que ver reír a Clarence por cosas que hacía o decía Tony me
ponía incomprensiblemente celoso; intenté estar a la altura, pero lo único que
saqué fueron risas compasivas de la pareja. Después de la comida Tony nos dijo
que nos enseñaría las fotos de su último viaje a Europa, ya que había tenido
que ir a cerrar unos negocios que pronto darían sus frutos y podrían comprarse,
por fin, una casa en Vancouver. Estaba convencido, aunque por la cara de
Clarence, él era el único que parecía estar convencido. Nos enseñó con excesivo
entusiasmo para mi gusto las fotos; primero España, después Francia y por
último el norte de Italia. Dijo que era una misma empresa con diferentes
sucursales, por lo que era una empresa potente. Yo no estaba muy convencido con
aquel razonamiento. Una peluquería puede tener diferentes establecimientos en
diferentes países y no por ello era una empresa potente, aunque mis
conocimientos económicos distaban mucho de ser algo valorable, por lo que
asentí respetuosamente y callé.
Después de la primera copa, me
desinhibí y empecé a hablar mucho. No mencioné ni a Mirlene ni a mis hijos. Les
conté mi última peripecia antes de irme, con Javier y Lou y se rieron
sinceramente. Me sentí acogido, hacía mucho que no me sentía así. Los celos hacía
Tony se mitigaron. Después, cuando ya creí que era hora de irse, Clarence me
acompañó hasta la puerta de mi casa, no porque fuese demasiado borracho, si no
porque creo que quería hablar conmigo, aunque fuimos en silencio hasta que llegamos
a la misma entrada. –Esos negocios de los que habla Tony, son solo grandes
ideas con escasas expectativas. Ya ha pasado otras veces. Supongo que tendrás
vecinos para rato si te quedas mucho tiempo—eso último lo dijo con un tono de
ligera resignación. Me dio un beso y se marchó. Me fijé en sus caderas y
rápidamente me di la vuelta, ¿qué me estaba pasando?
El día siguiente transcurrió sin
demasiados sobresaltos. Ya quedaba menos para que nos juntásemos todos, y las
cosas volverían a su cauce. Mirlene ya estaría haciendo los primeros
preparativos de la maleta. Era muy organizada y previsora. “Mujer previsora no
sé si vale por dos, pero dos son las bragas que me llevo aunque vayamos a pasar
una noche fuera”, recordé esta frase con ternura. Parecía que hiciese una
eternidad de aquello. Puse a cargar el móvil. Aquella noche la llamaría.
Terminé de colocar las cosas y la casa de repente se convirtió en algo acogedor
y apacible. Me senté en el sofá y esta vez me tomé una coca cola, para tener mi
mente a tono. Me entraron unas ganas infinitas de escribir. Hacía meses. No.
Seguramente años desde la última vez que ejecuté un poema o párrafo. Aunque
había sido ferretero y seguiría siéndolo en aquel bonito pueblo, cobrando casi
el doble, tenía mis inquietudes artísticas. Mirlene siempre me lo decía, que
había desperdiciado un futuro de escritor y poeta por el confort de ser
ferretero y no pensar. Puede ser, pero tampoco creía que fuera para tanto. Muy
a mi pesar no fue en Mirlene en quien pensé al empezar a escribir. Clarence
pasó como el cometa Halley por mi mente. Fue fugaz pero intenso. Su cabello
rojo, sus ojos complicados de describir me deslumbraron y el bolígrafo se
empezó a mover solo por el papel.
“La ligera ondulación de su cabello en llamas, el contonear de sus
caderas, un parpadeo inevitablemente lento y seductor; ¿hay algo más cercano a
la belleza cotidiana de Hopper? Si un pintor la hubiera conocido habría
renegado de pintar, por no poder plasmar el caos calmado pero a punto de
estallar de sus ojos. Miguel Ángel no habría pintado la Capilla Sixtina, ni Da
Vinci la Mona Lisa. Simplemente no la conocieron. Su sonrisa quebrada y su voz
casi susurrada me dan miedo. Es como una tela de araña y yo soy la presa
involuntaria de sus hilos”
Eso fue lo único que escribí,
pero dejé tiré el bolígrafo sobre la mesa, exhausto. Era como si una parte se
hubiera abierto paso en mi coraza interior, como si mi armadura la hubiesen
roto a base de martillazos. Hasta ese momento no me había dado cuenta de la
atención que le había prestado a Clarence desde el primer momento que la había
visto. Me senté y contemplé el paisaje que se abría ante mí. Al día siguiente
haría alguna excursión.
4.
Me levanté extrañamente
despejado. Cuando iba a salir a visitar los alrededores con mi coche alquilado,
me quedé quieto en las escaleras del porche donde había hablado por primera vez
con Clarence. Miré instintivamente a su puerta y fui. Llamé y me abrió ella.
Tony había salido con unos amigos a revisar unos flecos del negocio europeo,
aunque los dos sabíamos que llevaba en el bar desde las diez de la mañana. Le
propuse hacer una excursión y como ella conocía mejor la zona, me podría
enseñar rutas de senderismo porque me encantaba andar; otra mentira que añadir
al saco, pero no podía o no quería decir la verdad. Ella aceptó y nos fuimos.
Visitamos un par de lagos,
hicimos rutas de senderismo y anduvimos bastante. A juzgar por mis resoplidos,
parecía un coche que se le había averiado el motor, pero que veía la meta muy
cerca y no cejaba en el empeño de llegar. Supongo que Clarence lo advirtió,
porque bajó el ritmo. Sonrió de forma pícara. Creo que sabía mucho más de lo
que yo le decía. Cuando cayó la tarde fuimos a un tercer lago en el que me
ocurrió algo ciertamente inquietante. Era un lago con cierta marea, como un mar
en calma, o en este caso, como un lago revuelto. “Un caos calmado” recordé.
Había una pasarela por la que anduvimos hasta adentrarnos en la parte donde los
tablones vibraban al son de la corriente que tenían debajo. Al final de la
pasarela había dos sillas rojas, donde uno se podía sentar y contemplar la
inmensidad del lago. Allí nos sentamos, y nos miramos. Sonreímos y cerramos los
ojos. Era como estar en un oasis mental. Mi cerebro redujo su actividad como si
hubiese caído en un profundo sueño y dejé de pensar.
Cuando abrí los ojos,
entornándolos ligeramente, noté que había empezado a llover. Al otro lado del
lago contemplé una boda. Al principio la imagen de Mirlene se superpuso a la de
la novia, pero poco a poco, primero el cabello y luego los ojos cambiaron para
ser los de Clarence, hasta que el rostro fue por completo de ella. Me giré
instintivamente para besarla conducido por un deseo irrefrenable, pero ella no
estaba sentada en la silla. Por un momento pensé que todo había sido una
ensoñación, que Clarence no existía, pero cuando escuché mi nombre repetidas
veces por esa voz inconfundible, me giré y me fui con ella porque la tormenta
empezaba a arreciar. Clarence me ofreció su chaqueta porque yo iba en manga
corta, pero la rechacé. Me alegré de que Clarence no hubiese estado sentada en
esa silla y hubiese descubierto mis intenciones con ella. Intenciones que
intentaba mantener enterradas; al mismo tiempo me entristecí por la boda que se
estaba celebrando. Una tormenta el día de tu boda no es buen augurio para
ningún matrimonio. En el mío recuerdo que la lluvia por poco arrasa la iglesia.
Debería haberlo previsto, pero la previsora era mi mujer y tampoco vio venir
que nosotros nunca estaríamos en calma.
Llegamos a casa, yo empapado y
Clarence aterida de frío. Nos despedimos y cada uno nos fuimos hacía nuestro
hogar. El mío solitario, el suyo con el calor de Tony el soñador y con el suyo
propio, que por sí solo llenaba la Casa Blanca si ella quería. Me duché con
agua bien caliente, me puse el pijama, tomé una pizza que puse en el horno y
suspiré viendo la ventana, que me entretenía más que cualquier programa de
televisión o cualquier película, no porque pasasen cosas continuamente en la
calle, ya que era un barrio tranquilo, si no porque podía pensar, y hacía mucho
que no lo hacía.
Era la última noche solo. Al día
siguiente llegarían Mirlene y los niños. De repente me sentía cómodo. No sabía
si me apetecía tener a nadie pululando, analizando cada uno de mis movimientos,
pidiendo que reformasen cada parte de la casa por no estar a su gusto. Estos pensamientos
me atormentaban. Era mi familia.
Permanecí en vela casi toda la
noche, mirando a través de esa ventana que me devolvía una imagen constante,
como la de un salvapantallas, a excepción de algún vecino corriendo, o
volviendo del bar. Una ventana que también abría mi mente. Dentro de la casa,
lo único que cambiaba de la escena era la lata de cerveza. No sé qué hora era,
pero vi algo moverse. Era una mole enorme. En aquel sitio decían que de vez en
cuando podían bajar osos, porque era su zona, pero tanto Clarence como Tony me
decían riéndose que nunca habían visto ninguno y ya llevaban diez años allí.
Me levanté a contemplar más de
cerca y en efecto era un oso de unos tres metros de altura. Vi que tenía una
pata herida porque iba dejando de sangre que se podía distinguir pese a la
trémula luz de la luna junto con la de mi porche. Instintivamente rellené un
barreño, que encontré en la cocina, con agua, cogí algo de carne que había
comprado y fui corriendo, sin valorar que ese oso me podría pulverizar de una
mirada. Se lo dejé detrás. El oso se dio la vuelta y se puso a dos patas. Pasó
todo muy rápido. El oso tiró todo lo que le había dejado y se dispuso a
atacarme. Me rozó una de las piernas con sus zarpas; lo suficiente para hacerme
un arañazo de unos diez centímetros. Corrí hacia casa, pero el oso no me
siguió, quizá por su herida, quizá por pereza. Me encerré y me puse detrás de
la puerta como si eso fuese a frenar al oso si hacía una acometida contra ella.
“No te he pedido ayuda”, esas
palabras cruzaron mi mente y se posaron en ella como una hoja cae en otoño al
suelo. Lenta, pero inexorablemente.
5.
El resto de la noche lo pasé
sentado en el sofá, inmóvil, pero no con la misma quietud que antes de mi
confrontación con el oso, sino una quietud casi artificial, como una gárgola.
“No te he pedido ayuda”, fueron las últimas palabras que Mirlene me dedicó
cuando le dije que se mudase conmigo unos meses atrás. Llevábamos dos años
separados y ella se había quedado la custodia de los niños. Sabía que las cosas
no le iban bien, pero era demasiado orgullosa como para empezar una nueva vida
con alguien con quien ella la había acabado. Mi memoria había intentado
sepultar estos dos yermos años, pero esas palabras volvieron a mi cabeza, y se
volvieron a quedar grabadas como un sello en mí, igual que la primera vez que
me las dijo. Pronto se borrarían, pero sabía que ella no vendría, ni mis hijos.
Ni nadie. Realmente estaba solo. Aquella certeza me hizo quedarme clavado al
sillón.
De repente la casa se hizo muy
grande y nada acogedora. Yo me sentí pequeño. Tanto que creí que podía colarme
en una de las rendijas del sillón y quedarme allí, aprisionado sin salida. Las
paredes se alejaron. La imagen de Mirlene se desvaneció, las caras de mis hijos
empezaron a emborronarse y los muebles perdieron su precisión. No estaba
asustado. No estaba triste. No estaba. Yo también empecé a sentir que
desaparecía, pero el primer rayo de luz me sacó de mí momentáneo letargo. Me
ajusté las gafas y aunque no viese nada con nitidez, era consciente de estar
allí. Mis uñas estaban clavadas en los brazos del sillón.
Al menos no tendría que reformar
la bañera, pensé, casi en voz en alta, casi susurrándolo. El rumor de un pueblo
que estaba despertándose me llegó a mis oídos como si fuese el fragor de una
batalla muy lejana, de algo que no iba conmigo. Alguien tocó en la puerta pero
no me levanté. Era mi primer día de trabajo y llegaba tarde.