domingo, 23 de abril de 2017

Niebla nocturna

La noche era espesa, Mirna recorría las calles en su taxi, buscando algún alma solitaria que necesitase ir a algún sitio. Las discotecas aquel martes estaban vacías. Los porteros aburridos miraban sus móviles, y de vez en cuando levantaban la vista cuando algún borracho que había visto demasiadas veces el culo del vaso aquella noche, quería entrar en su establecimiento; lo valoraban, lo radiografiaban y en función de su grado de equilibrio dictaminaban si le dejaban pasar o no, además de decidir cuánto le cobrarían. Eran los jueces de la noche, y sus sentencias no se podían apelar a un tribunal superior, ya que la única ley que se imponía era la suya y la de sus puños. Mirna lo miraba todo desde un lugar de excepción. Aquella noche se estacionó en la parada de una de las calles que los sábados estaba más concurrida, pero que ese martes parecía sin vida aparente. Era la primera en la parada, y el único taxi que estaba allí. Muchos de sus compañeros se pasaban la noche en los billares, esperando algún aviso urgente, pero rezando porque no llegase, mientras daban otro trago a sus grandes cervezas y largas caladas a sus pitillos. A Mirna no le gustaba aquello. Era una mujer formal que se tomaba en serio su trabajo; además, nadie le caía demasiado bien.
En la radio sonaba una balada de los “The Black Keys”. Mirna adoraba a aquel grupo. En las noches en las que su marido se iba por motivos de trabajo ella se los ponía y se sentía acompañada. Cuando la balada se estaba apagando, Mirna vislumbró a una chica al otro lado de la calle. Estaba zarandeando la mano. Más que pedir un taxi, parecía que estuviese haciendo prácticas para azafata, pero Mirna se acercó igualmente. Le apetecía algo de movimiento, y prefería recorrer las calles con alguien, y con alguna dirección, que vagar por ellas con la única compañía de la radio. Mirna no era una taxista intrusiva. Si el cliente no hacía nada por empezar una conversación, ella no lo importunaba, pero cuando hacía algún comentario referido al tiempo, al fútbol o a la música que llevaba puesta, Mirna interpretaba que además de querer llegar antes a su destino, quería algo de conversación. Era una chica rubia, ligera de ropa para ser noviembre y una noche especialmente fría. Mirna advertía más su tiritona conforme se iba acercando. Puso el aire caliente más fuerte antes de que la chica entrase. Cuando abrió la puerta, se dejó caer en el asiento de atrás con todo el peso de su cuerpo. Parecía como si llevase muchas horas de pie. Mirna no notó ningún síntoma de alcohol o cualquier otra sustancia en su cuerpo, simplemente un extremo cansancio de una larga jornada. Ella le dijo la dirección, y Mirna aceleró.
Mirna miraba a través del retrovisor a su acompañante aquella noche. Tenía la mirada perdida. Contemplaba las gotas que recorrían el cristal. Había empezado a caer una lluvia fina. Mirna tuvo la tentación de abrir la ventana y disfrutar del aroma que provocaba el impacto de la lluvia contra el asfalto, pero se contuvo al ver la poca ropa que llevaba la joven que seguía mirando impasible las carreras de gotas que iban de una parte a otra de la ventanilla. Mirna activó el parabrisas y subió un poco la calefacción. La joven lo notó y le dijo, -No se preocupe, no tengo frío. Ella hizo caso omiso y al poco tiempo vio como la chica amagaba con decir algo pero se interrumpía. –Qué raro que empieza a llover ahora, acabó diciendo. Mirna la miró. –No es tan raro. Me parece más raro como vas vestida para ser Noviembre, respondió. –Bueno, ya sabe, una viene a Los Ángeles con una maleta llena de sueños y todas esas gilipolleces, y al final, si quiere un techo, tiene que hacer cosas que no se buscan, dijo la joven, asomando la cabeza entre los dos asientos delanteros. –Podrías hacerte taxista, dijo Mirna, ahora interesada en la conversación. –Cuando sepa conducir me lo plantearé, comentó la joven, volviéndose a recostar. Mirna se planteó si preguntarle su edad, pero lo consideró inoportuno. Siguieron el camino, hasta que la joven volvió a hablar, -Sabe, una se va de casa, considerándose una rebelde, fracasa pero no vuelve para no sentirse humillada. A veces los echo de menos, a mis padres; no tienen la culpa de no entenderme. Al fin y al cabo, esto es algo temporal; una labor social. Hombres aburridos de su vida, frustrados con sus mujeres, con sus barrigas y sus trabajos mediocres, que a veces solo quieren hablar. Mientras me paguen, me da igual si vienen a contarme que sus hijos no aprueban, que no soportan a su jefe, o que su mujer ya no siente ninguna pasión y por eso están ahí. Muchos necesitan justificarse. Es gracioso, a mí me lo parece, ¿a usted no?, finalizó la chica. Mirna la contempló un largo rato antes de responder. Normalmente aquellas no eran las conversaciones que mantenía con sus clientes, pero tampoco aquellas horas de la noche, eran en las que sus clientes montaban en su taxi. –Es gracioso, a mí también me lo parece, ¿pero no estás cansada de todo esto?, consiguió responder Mirna. –Es temporal como ya le he dicho. Quiero trabajar en alguna cafetería, conseguir financiar mi propia maqueta y empezar en el mundo de la música; pero los alquileres son muy caros y los sueldos miserables. Donde ahora vamos, es una casa donde hay chicas como yo. También van hombres a desahogarse, y nos tratan bien, porque el señor Dom, se encarga de ello. Si alguien se pasa de la raya no vuelve por su propio pie a su casa; además el alquiler es muy barato.
Mirna llegó por fin al lugar que le había indicado la chica. Cuando la chica bajó del coche, Mirna le dijo que el primer viaje era gratis. Ella se lo agradeció y la miró con una sonrisa pícara, seguramente muy ensayada frente al espejo. Cuando se marchó no sabía si llorar o bajarse del coche y acogerla en su casa. Optó por lo primero. Volvió a encender el motor y estuvo una hora vagando por la ciudad, atravesando la espesa neblina que había surgido después de la lluvia. Aparcó el coche frente a su casa. Cuando entró vio que todas las luces estaban apagadas. Le extrañó porque Glen solía quedarse hasta tarde. Vio una nota en la cocina, pegada en la nevera. “Otra noche de trabajo. Cuando cobre todas estas horas extra, nos iremos de crucero. Te quiero”. La misma nota reciclada demasiadas noches, con el mismo borrón en el “te quiero” y con cada vez menos pegamento adhesivo. Mirna no se quitó su abrigo. Bajó y volvió a encender el motor de su coche. Encendió la radio. Tal vez iría a los billares. Le apetecía algo de beber y estar en un ambiente igual de nebuloso que el que había fuera. En la radio empezaron a sonar los Rolling.
I'll never be your beast of burden
My back is broad but it's a hurting

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