La noche era espesa, Mirna recorría las calles en su taxi,
buscando algún alma solitaria que necesitase ir a algún sitio. Las discotecas
aquel martes estaban vacías. Los porteros aburridos miraban sus móviles, y de
vez en cuando levantaban la vista cuando algún borracho que había visto
demasiadas veces el culo del vaso aquella noche, quería entrar en su establecimiento;
lo valoraban, lo radiografiaban y en función de su grado de equilibrio
dictaminaban si le dejaban pasar o no, además de decidir cuánto le cobrarían. Eran
los jueces de la noche, y sus sentencias no se podían apelar a un tribunal
superior, ya que la única ley que se imponía era la suya y la de sus puños.
Mirna lo miraba todo desde un lugar de excepción. Aquella noche se estacionó en
la parada de una de las calles que los sábados estaba más concurrida, pero que
ese martes parecía sin vida aparente. Era la primera en la parada, y el único
taxi que estaba allí. Muchos de sus compañeros se pasaban la noche en los
billares, esperando algún aviso urgente, pero rezando porque no llegase,
mientras daban otro trago a sus grandes cervezas y largas caladas a sus
pitillos. A Mirna no le gustaba aquello. Era una mujer formal que se tomaba en
serio su trabajo; además, nadie le caía demasiado bien.
En la radio sonaba una balada de los “The Black Keys”. Mirna
adoraba a aquel grupo. En las noches en las que su marido se iba por motivos de
trabajo ella se los ponía y se sentía acompañada. Cuando la balada se estaba
apagando, Mirna vislumbró a una chica al otro lado de la calle. Estaba zarandeando
la mano. Más que pedir un taxi, parecía que estuviese haciendo prácticas para
azafata, pero Mirna se acercó igualmente. Le apetecía algo de movimiento, y
prefería recorrer las calles con alguien, y con alguna dirección, que vagar por
ellas con la única compañía de la radio. Mirna no era una taxista intrusiva. Si
el cliente no hacía nada por empezar una conversación, ella no lo importunaba,
pero cuando hacía algún comentario referido al tiempo, al fútbol o a la música
que llevaba puesta, Mirna interpretaba que además de querer llegar antes a su destino,
quería algo de conversación. Era una chica rubia, ligera de ropa para ser
noviembre y una noche especialmente fría. Mirna advertía más su tiritona
conforme se iba acercando. Puso el aire caliente más fuerte antes de que la
chica entrase. Cuando abrió la puerta, se dejó caer en el asiento de atrás con
todo el peso de su cuerpo. Parecía como si llevase muchas horas de pie. Mirna no
notó ningún síntoma de alcohol o cualquier otra sustancia en su cuerpo,
simplemente un extremo cansancio de una larga jornada. Ella le dijo la
dirección, y Mirna aceleró.
Mirna miraba a través del retrovisor a su acompañante
aquella noche. Tenía la mirada perdida. Contemplaba las gotas que recorrían el
cristal. Había empezado a caer una lluvia fina. Mirna tuvo la tentación de
abrir la ventana y disfrutar del aroma que provocaba el impacto de la lluvia
contra el asfalto, pero se contuvo al ver la poca ropa que llevaba la joven que
seguía mirando impasible las carreras de gotas que iban de una parte a otra de
la ventanilla. Mirna activó el parabrisas y subió un poco la calefacción. La joven
lo notó y le dijo, -No se preocupe, no tengo frío. Ella hizo caso omiso y al poco
tiempo vio como la chica amagaba con decir algo pero se interrumpía. –Qué raro
que empieza a llover ahora, acabó diciendo. Mirna la miró. –No es tan raro. Me parece
más raro como vas vestida para ser Noviembre, respondió. –Bueno, ya sabe, una
viene a Los Ángeles con una maleta llena de sueños y todas esas gilipolleces, y
al final, si quiere un techo, tiene que hacer cosas que no se buscan, dijo la
joven, asomando la cabeza entre los dos asientos delanteros. –Podrías hacerte
taxista, dijo Mirna, ahora interesada en la conversación. –Cuando sepa conducir
me lo plantearé, comentó la joven, volviéndose a recostar. Mirna se planteó si
preguntarle su edad, pero lo consideró inoportuno. Siguieron el
camino, hasta que la joven volvió a hablar, -Sabe, una se va de casa, considerándose
una rebelde, fracasa pero no vuelve para no sentirse humillada. A veces los
echo de menos, a mis padres; no tienen la culpa de no entenderme. Al fin y al
cabo, esto es algo temporal; una labor social. Hombres aburridos de su vida,
frustrados con sus mujeres, con sus barrigas y sus trabajos mediocres, que a
veces solo quieren hablar. Mientras me paguen, me da igual si vienen a contarme
que sus hijos no aprueban, que no soportan a su jefe, o que su mujer ya no
siente ninguna pasión y por eso están ahí. Muchos necesitan justificarse. Es gracioso,
a mí me lo parece, ¿a usted no?, finalizó la chica. Mirna la contempló un largo
rato antes de responder. Normalmente aquellas no eran las conversaciones que
mantenía con sus clientes, pero tampoco aquellas horas de la noche, eran en las
que sus clientes montaban en su taxi. –Es gracioso, a mí también me lo parece, ¿pero
no estás cansada de todo esto?, consiguió responder Mirna. –Es temporal como ya
le he dicho. Quiero trabajar en alguna cafetería, conseguir financiar mi propia
maqueta y empezar en el mundo de la música; pero los alquileres son muy caros y
los sueldos miserables. Donde ahora vamos, es una casa donde hay chicas como
yo. También van hombres a desahogarse, y nos tratan bien, porque el señor Dom,
se encarga de ello. Si alguien se pasa de la raya no vuelve por su propio pie a
su casa; además el alquiler es muy barato.
Mirna llegó por fin al lugar que le había indicado la chica.
Cuando la chica bajó del coche, Mirna le dijo que el primer viaje era gratis. Ella se lo agradeció y
la miró con una sonrisa pícara, seguramente muy ensayada frente al espejo. Cuando
se marchó no sabía si llorar o bajarse del coche y acogerla en su casa. Optó por
lo primero. Volvió a encender el motor y estuvo una hora vagando por la ciudad,
atravesando la espesa neblina que había surgido después de la lluvia. Aparcó el
coche frente a su casa. Cuando entró vio que todas las luces estaban apagadas. Le
extrañó porque Glen solía quedarse hasta tarde. Vio una nota en la cocina,
pegada en la nevera. “Otra noche de trabajo. Cuando cobre todas estas horas
extra, nos iremos de crucero. Te quiero”. La misma nota reciclada demasiadas
noches, con el mismo borrón en el “te quiero” y con cada vez menos pegamento
adhesivo. Mirna no se quitó su abrigo. Bajó y volvió a encender el motor de su
coche. Encendió la radio. Tal vez iría a los billares. Le apetecía algo de
beber y estar en un ambiente igual de nebuloso que el que había fuera. En la
radio empezaron a sonar los Rolling.
I'll never be your beast of burden
My back is broad but it's a hurting
My back is broad but it's a hurting
…