martes, 9 de enero de 2018

Tierra quemada

Tiempo atrás vivimos en una casita de campo. No era muy espaciosa, pero era bastante acogedora. Teníamos nuestra chimenea, y para los días de invierno de verdadero frío nos ayudábamos con un radiador de gas para entrar en calor. Nuestra rutina era sencilla. Marianne bajaba al pueblo a por leche, cigarrillos y whisky y yo iba a por leña al bosque o me quedaba en casa fregando lo que habíamos cenado la noche anterior. Teníamos un pequeño huerto en el que cultivábamos tomates, berenjenas y zanahorias; además teníamos tres gallinas. Teníamos un pacto con la casa de los Thompson. Ellos nos daban carne a cambio de huevos. A mí aquellas cosas me hacían ilusión; era como volver a los tiempos del trueque y me había acostumbrado tanto a aquello que cuando alguna vez los Thompson se iban de vacaciones y teníamos que bajar al pueblo a por comida; pagar por un muslo de pollo o por una bandeja de filetes me parecía irreal.
Yo trabajaba de guardabosques por aquella época. Había estudiado una ingeniería, pero en aquellos tiempos el trabajo no abundaba, así que no dudé en aceptar aquella oferta. Fue el motivo por el que nos mudamos. Antes vivíamos en la ciudad; cada uno con nuestros respectivos padres. Marianne no terminó la carrera de periodismo, y no trabajaba si entendemos el trabajo de un modo clásico. Ella escribía. A mí entender lo hacía muy bien y ya le habían publicado un par de relatos en una revista digital. Yo siempre leía sus relatos y trataba de prestar mucha atención en la lectura para que no se me escapase ningún tipo de falta ortográfica o tipográfica si es que la hubiera. Formábamos un buen equipo, hasta la fatídica noche, claro.
 Como guardabosques, llevaba a cabo mi trabajo lo mejor que sabía. Me encargaba de vigilar unas hectáreas determinadas. Solía ir a trabajar en bici para poder hacer las rondas más rápido, pero casi siempre tardaba lo mismo o más, porque me bajaba continuamente de la bicicleta para comprobar cualquier objeto que me resultara sospechoso de ser inflamable. Una vez descubrí detrás de unos matorrales a una chica con una cerilla y una lata de gasolina. Era una pirómana pero con poca práctica. La gasolina olía mucho y le temblaban mucho las manos. La frené antes de que terminara de rociar aquella lata por el verde prado. La llevé a la comisaría del pueblo y a los tres días me entregaron una medallita por el tesón con el que protegía el medio ambiente. “Proteger a las personas del medio ambiente, y proteger al medio ambiente de las personas”, ese era nuestro lema, pero a veces tenía la sensación que la primera parte sobraba. Al final solo éramos unos insectos un poco más grandes y molestos que nada podíamos hacer ante un arranque de ira de la tierra.
La semana previa a la fatídica noche, el ambiente estaba enrarecido en casa y en el exterior. Marianne tenía la gripe y yo, por simple estadística, tenía todas las papeletas de ser contagiado. Ella había dejado de escribir por las mañanas y yo compaginaba mi trabajo de guardabosques con cuidarla. Iba al pueblo a por medicinas y había vedado el paso de tabaco y alcohol en casa hasta que no se recuperara. Marianne estaba de muy mal humor, supongo que por la falta de nicotina, pero no estaba dispuesto a dejar que sus defensas no se recuperaran, así que aunque me hablaba con cierta ironía y desdén, yo trataba de responderle quitándole importancia. La noche fatídica Marianne tuvo un pico de fiebre. Empezó a delirar y a hablar sobre antiguos novios, sobre lo que le habría gustado terminar la carrera o sobre su trayectoria fallida como escritora. Yo a cada rato le ponía hielo en la frente, pero no parecía surtir mucho efecto. Aquella noche me tocaba hacer la ronda, ya que éramos dos guardabosques, uno de día y otro de noche, y cada semana intercambiábamos el turno. Decidí salir y hacer la ronda muy rápido, pero cuando no llevaba ni cinco minutos montado en la bicicleta no pude evitar volver para ver cómo estaba Marianne. Cuando llegué, ella parecía haberse tranquilizado. Tenía los ojos cerrados y aunque no sé si dormía, por lo menos parecía más relajada. Hice poco ruido y me senté en el salón. Busqué durante un rato la botella para echar un trago porque yo también estaba un poco alterado, pero luego recordé que no había alcohol en casa. El chispeante fuego de nuestra hoguera, me recordó que había dejado de lado la ronda. Un olor a tierra quemada empezó a llegar a mi nariz. Al principio pensé que provenía de la hoguera, de alguna rama que se acabara de prender, pero un fogonazo de luz fuera me alertó. Cuando salí al exterior descubrí unas llamas amenazantes a lo lejos, pero aún así muy imponentes que se erigían alrededor de todo el bosque. Telefoneé lo más rápido que pude al número de emergencias y esperé sentado un instante que pudo ser fatídico ya que creí que las llamas no llegarían a nosotros, pese a que solo estaban a unos trescientos metros. La mano de Marianne me sacó de mi ensimismamiento. Ella también se había dado cuenta y no daba crédito a la pasividad con la que miraba al incendio. Le dije que ya había llamado a emergencias, me dijo que teníamos que salir de allí, y creo que en ese momento me di cuenta de la gravedad de la situación. Marianne cogió fuerzas de flaqueza. Salió en pijama y con un abrigo de casa. Encendió el motor del coche. Yo me disponía a salir cuando vi los relatos de Marianne encima de la mesa. No sé cuánto tiempo había pasado pero las llamas casi rodeaban la casa y el humo hacía que el ambiente fuese irrespirable. Cogí lo que pude mientras escuchaba los gritos de Marianne. Condujo hasta el pueblo y alertamos del incendio, aunque emergencias ya lo había hecho. La gente estaba expectante. A menos de dos kilómetros un incendio arrasaba nuestros recuerdos. Nuestra casa y nuestro huerto ahora serían cenizas, al igual que el de los Thompson, ¡los Thompson! Le dije a Marianne que no los habíamos avisado; ella me dijo que estarían bien, que se habrían dado cuenta porque el mayor de los Thompson no se acostaba hasta muy tarde, pero no pudo evitar un ligero temblor al final de la frase.
Nos fuimos a la ciudad más cercana que estaba a veinte kilómetros del incendio. Allí dormimos en un hotel. Marianne durmió o eso me hizo creer y yo creo que durante un rato dormí, pero la imagen de las llamas apareció en mis sueños para convertirlos en pesadillas y me desperté de forma irreversible. Me acerqué a la ventana y por un momento creí ver las llamas acercarse inexorablemente, pero me froté los ojos y solo era la luz lejana de las farolas. Con el nuevo día, las noticias que llegaban eran alentadoras. Había llovido y no había habido mucho viento, además de que no se había cobrado víctimas humanas, solo materiales; pero cuando vi a Marianne mirarme, supe que las víctimas no solo serían materiales.
Me pidió que le contara lo sucedido, y eso hice. Me dijo que los papeles que había salvado eran relatos antiguos, inútiles, que lo importante era el ordenador pero yo en ese momento no había visto nada aparte de la marabunta de folios escritos. Le pedí perdón pero nada parecía paliar el abismo que se había abierto a nuestros pies. En aquel momento compartíamos habitación pero no sentimientos. Yo la quería, la seguía queriendo; ella creo que ya no. Tal vez llevase un tiempo latente en su interior ese desapego que ahora me parecía inexplicable, y no hubiera sido capaz de darme cuenta. Quizá si hubiera interpretado sus palabras, sus actos, sus silencios de otra manera, habría entendido mejor aquel distanciamiento que me parecía tan repentino. Había muchas cosas que decir, pero me quedé callado y ella consideró que era mi forma de despedirme. Cogió las escasas pertenencias que había conseguido salvar antes de que el incendio arrasara nuestro hogar y se marchó de la habitación.
Ahora viéndolo con perspectiva, quizá la pérdida de nuestra casa, de nuestro huerto, de sus relatos, fue como la pérdida de un hijo metafórico. Un obstáculo casi siempre insuperable que rara vez una pareja es capaz de esquivar y avanzar, o de enfrentarse a él.
Recuerdo todo esto viendo a lo lejos la nueva casa de Marianne, cerca de la ciudad, pero en una zona a la que no afectó aquel incendio. He venido esta mañana hasta aquí con una botella de Whisky y una lata de gasolina dispuesto a rociar toda mi ira en la hierba seca. Estoy borracho y triste. La botella está semivacía. Marianne ha conseguido rehacer su vida mientras que yo he vagado de fábrica en fábrica dispuesto a ponerme el mono de trabajo, de empresa en empresa dispuesto a hablar de mis, a mi entender, buenas ideas, para evitar que se destrocen más hectáreas y más vidas, pero nadie me ha escuchado. He vuelto a casa de mis padres y siento que he fracasado; y sin embargo ella ha renacido de las cenizas literalmente y no puedo soportarlo. Se ha casado y ha conseguido todo lo que no consiguió conmigo. Ha tenido éxito y las editoriales se pelean porque escriba para ellas. Quiero quemarlo todo y que se repita la historia, que se divorcie, que pierda sus escritos; pero ahora me miro y nada de esto me parece tener sentido. Una chispa de lucidez ilumina mi cerebro. Recojo la lata y le doy un trago a la botella. Por poco lo hago al revés.

Las relaciones son parecidas a un incendio; empiezan de una forma imparable pese a que haya gente que quiera frenarlas, arrasan con todo, pero al final se extinguen. Sin embargo hay relaciones que sobreviven al incendio. La mía con Marianne no. No lo sé. Tal vez yo provocara aquel incendio después de todo.