Una luz tenue alumbra la
estancia. Un hombre solo está en un escritorio repasando una especie de
inventario. Un montón de cajas llenas y estanterías vacías lo rodean. El hombre
se incorpora y da un paseo por la habitación, “¿dónde irán todos estos libros?”,
se pregunta mientras se rasca la cabeza. Suspira fuertemente y vuelve a su
escritorio. Pronto todo esto se verá convertido en una pulcra parafarmacia,
donde el polvo y el olor de un libro no serán bien recibidos. Si algunas de las
estanterías que pueblan la librería se conservan, estarán repletas de cepillos
de dientes, condones o pastillas para la alopecia. Donde antes estaban Dickens
y Agatha Christie, ahora estarán Míster Desodorante y doña Crema de Manos. El
hombre sonríe en la penumbra. Le hace gracia haber relacionado esos productos.
Mira su reloj y resopla. Ya son las cuatro de la mañana. Se ha prometido pasar
en vela la última noche de la que ha sido su casa durante años. Decide que ya
está bien de números, y que las cuentas y facturas ya están lo suficientemente
cuadradas. Pone en su teléfono una canción, y los auriculares. Él no ha sido
siempre un hombre gris. Hubo un tiempo, en los primeros años de la librería,
que bromeaba con los clientes, con sus compañeros, que flirteaba con aquella chica
que traía los libros de una editorial que ahora no recuerda, y que se casó en
aquella librería, entre sus amigos, pero han pasado muchos años de aquello. Su
mujer está con un ex jugador de fútbol y con sus dos hijas, la chica de la
editorial fue despedida, los compañeros cambiaron y sus amigos siguieron con
sus vidas sin contar con él. Se lleva bien con su mujer, ve a sus hijas cada
dos semanas y el verano entero lo pasan con él. Son buenas chicas. Cuando se
aburren no lo dicen para no herirle y siempre están dispuestas a escucharle o
pasar un rato con él. Ha tenido suerte con ellas, sí; tal vez haya gastado toda
su suerte con ellas y para los demás aspectos de su vida no le haya quedado.
En la calle empieza a caer una
fina lluvia. Lleva sin llover más de dos meses. No es una tormenta de verano,
es una lluvia fina que refresca el ambiente. Se queda frente a la puerta, y
pone el cartel de abierto. Vuelve a sonreírse. Está triste, realmente triste,
pero esos pequeños detalles le provocan una sonrisa involuntaria en la cara.
Sigue sonando la guitarra de Jimi Hendrix en sus auriculares y le quedan unas
veinte páginas para terminar A sangre
fría. En ese momento entra una mujer como un vendaval en la librería. El
hombre se sobresalta. Casi se cae de la silla, pero consigue quedarse sentado;
la mujer se tropieza con un par de cajas, pero también mantiene el equilibrio.
El hombre la mira extrañado, pero es incapaz de articular palabra. Ella se
apoya en el escritorio. –Le necesito, he visto el cartel de abierto y he
entrado, dice la mujer jadeando. –¿De verdad ha salido a las cuatro de la
mañana buscando una librería abierta?, pregunta él curioso y preocupado. –Es
una larga historia. Se la contaré en otro momento, ¿sabe usted dónde está el
bar de Giacomo?-. Parece necesitar esa información. El hombre recuerda haber
ido alguna vez a aquel tugurio. Lo dirige un italiano sin mucho talante para la
cocina, y sin mucho talento para la barra, o al revés. La comida es bastante
decepcionante, y la cerveza, cuesta digerirla, sin embargo tiene éxito por su
fama de local donde se han producido algunas de las reyertas más famosas de la
ciudad. La mujer parece extranjera. Solo los forasteros desconocen el bar de
Giacomo –Está relativamente cerca de aquí, a dos calles. Tiene que girar…-. La
mujer lo interrumpe,- ¿me acompaña?, le pregunta sin dudarlo. El hombre titubea.
Nada de aquello tiene mucho sentido. Una mujer entra en una librería que está a
punto de echar el cierre para siempre, a las cuatro de la mañana porque hay un
cartel de abierto, le pide la dirección de uno de los lugares más reconocidos
de la ciudad, y después le pide que le acompañe. Si le quieren secuestrar,
tampoco podrán pedirle mucho, aparte de algo de dinero de una caja que tiene
más polvo que las estanterías, o algún libro descatalogado que tiene en su
biblioteca particular. Tal vez la última noche en su librería, merezca una
especie de aventura de despedida, como aquella vez que besó en el almacén a la
chica de la editorial. Quizá necesite algo así. El hombre asiente, y se pone
una chaqueta de punto, que en ese momento le parece totalmente pasada de moda y
salen a la calle.
La mujer camina con paso animado
relativamente detrás de él. Él tiene que avivar su zancada porque tiene que
guiar a aquella extraña por las desiertas calles, ahora mojadas por una fina
pátina de lluvia. -¿Cómo se llama?, pregunta poniéndose a la altura del hombre.
Por un momento él no sabe que responder. “Buena pregunta”, piensa. Hacía mucho
que nadie se interesaba por su nombre. –Val, responde finalmente. –Curioso
nombre. Yo me llamo Grecia-.
-Tu nombre también es bastante
peculiar, le responde Val; intenta hacer una referencia a las Guerras Médicas,
a 300, pero no le sale nada. “Pues al lugar donde vamos se parece a la batalla
de las Termópilas. Es una guerra continua”, demasiado tarde para ser
considerado una respuesta acoplada en la conversación o ingeniosa. -¿y por qué
vamos donde vamos?, dice Val. Ella se queda callada durante unos segundos que
son eternos. –Mi marido me pilló con su amigo en la cama. Su amigo ha sido mi
amante, antes de que mi marido fuese mi marido. Lo llevábamos bien. Yo trabajo
en una empresa de seguros. Podía decirle que me iba de viaje a ver nuevas
tácticas y maniobras más vanguardistas para encasquetar seguros a abuelas de
más de setenta años. El asunto es que nos pilló porque no es tonto, por eso me
casé con él. El problema es que su reacción ha sido algo desmedida.
Ha cogido
su escopeta de caza y quiere meterle un perdigón en la entrepierna a mi pobre
Joe-. Val se queda mirándola sorprendido, estupefacto. Intuye que Joe es el amante.No sabe muy bien que
responder. Desde luego no parece ninguna forastera precisamente, y por lo que
dice, su marido parece que debe ser un habitual del lugar al que se dirigen.
–¿y no sabías donde estaba el bar de Giacomo?-. Ella lanza una sonrisa pícara.
–Claro que lo sabía, pero quería ir con alguien. Cuanta más gente haya en el
bar menos posibilidades tengo de ser el blanco de su disparo. Irá bastante
borracho seguramente-. Y se queda tan tranquila piensa Val. Por un momento Val
opina que lo más lógico es plantarse, pero las luces parpadeantes del bar ya
están demasiado cerca. Esa mujer le ha caído bien, aunque le quiera como
carnaza de posibles balas de su marido.
Entran en el cuchitril y un
hombre, que debe ser el esposo, está gritando a otro hombre al que ya debe
haber asestado un par de puñetazos, porque tiene un ojo con bastante mal color.
La escopeta que Grecia ha mencionado la tiene en una silla cercana a él. El
camarero, que debe ser hermano de Giacomo por la similitud en sus formas, mira
indiferentemente la escena mientras lava unos vasos, con un trapo que no
aguantaría un asalto a una inspección de sanidad rutinaria, pero en ese bar
parecen regir otras leyes. Val ni siquiera está seguro de que la gravedad sea
la misma. Grecia avanza cautelosamente hacia su esposo, pero Val se da cuenta
de que lo intenta es coger la escopeta sin que ese hombre, por otro lado,
colosal, se dé cuenta. La acción furtiva no tiene éxito y el marido coge la
escopeta instintivamente, antes de que Grecia pueda hacer nada. –Contigo quería
yo hablar, cariño, dice esta última palabra con excesivo sarcasmo. No parece un
mal hombre, solo parece tener un mal día. Val en un momento de impetuosidad
irresistible e inexplicable, se abalanza contra ese hombre mastodóntico. El
momento lo pilla de sorpresa y suelta la escopeta. Ni siquiera consigue tirarlo
al suelo, pero Grecia consigue coger el arma, y su amigo logra escabullirse y
ponerse detrás de Grecia. Val mira hacia arriba y ve un brazo que se dirige
inevitablemente hacia su rostro. Todo oscurece y Val se queda inconsciente en
medio de aquel antro.
Cuando se despierta está en una
cama, en una casa desconocida. Se levanta y se lleva una mano a la cabeza.
Intenta incorporarse sin desmayarse. En la estantería que hay frente a él hay
muchas figuras; tal vez solo sea una, pero él en ese momento ve muchas. Se
vuelve a tumbar. Grecia entra en la habitación y le pone otra bolsa de hielo en
la cabeza. –Has sido muy valiente, le dice entre susurros. Le besa en la frente
y se vuelve a marchar. Val se vuelve a despertar más recompuesto y consigue
levantarse sin tener que agarrarse a nada. Ahora descubre que si eran muchas
figuras, pero quizás menos de las que había visto unas horas antes. Da un paseo
por la casa, y descubre al amante, Joe, en una cama con Grecia. Duermen plácidamente.
Val se marcha. No ha estado mal la despedida de la librería, piensa Val.
Amanece en la ciudad. Hace frío y Val agradece tener la chaqueta.
La lluvia ha cesado y la calle
huele a tierra mojada. Val camina sin mucha prisa por llegar a ninguna parte.
Inconscientemente va hacia su librería. Llega y se queda durante unos segundos
frente a la puerta de cristal. Ya es una buena hora. Pronto llegará el futuro
dueño del local para que se firme el traspaso. Entra y se queda esperando. El
cansancio hace que le pesen los párpados, pero sonríe. Una noche había escapado
de la rutina que invadía su vida. Tal vez fuese el comienzo de algo nuevo. Una
vieja sensación se apodera de su estómago; la emoción. Ya no se era tan viejo
como antes con casi cincuenta años, aún había tiempo de empezar de nuevo, en
otro sitio, en otro ambiente. Val firma aquellos papeles con cierta melancolía,
pero bromea y abraza a aquel hombre. Le dice que tal vez se vaya a otra ciudad,
a otro ambiente. Él hombre parece algo incómodo, pero hace un torpe esfuerzo
por consolar a Val. Son las últimas lágrimas que se derraman en aquel local.
Val coge su chaqueta cambia el
cartel de abierto, y se despide por dentro de una parte de su vida, quizá la
más importante. Buscaría a aquella chica de aquella editorial, la invitaría a
un café, ¿por qué no?
Grecia busca a Val por la casa,
sale a la calle, va a su librería, pero el cartel ha cambiado. Ahora pone
cerrado, y parece que será así durante mucho tiempo. Grecia suspira. Aquel
hombre era especial; lo buscaría y lo invitaría a un café, ¿por qué no?