domingo, 2 de julio de 2017

Despedidas

Una luz tenue alumbra la estancia. Un hombre solo está en un escritorio repasando una especie de inventario. Un montón de cajas llenas y estanterías vacías lo rodean. El hombre se incorpora y da un paseo por la habitación, “¿dónde irán todos estos libros?”, se pregunta mientras se rasca la cabeza. Suspira fuertemente y vuelve a su escritorio. Pronto todo esto se verá convertido en una pulcra parafarmacia, donde el polvo y el olor de un libro no serán bien recibidos. Si algunas de las estanterías que pueblan la librería se conservan, estarán repletas de cepillos de dientes, condones o pastillas para la alopecia. Donde antes estaban Dickens y Agatha Christie, ahora estarán Míster Desodorante y doña Crema de Manos. El hombre sonríe en la penumbra. Le hace gracia haber relacionado esos productos. Mira su reloj y resopla. Ya son las cuatro de la mañana. Se ha prometido pasar en vela la última noche de la que ha sido su casa durante años. Decide que ya está bien de números, y que las cuentas y facturas ya están lo suficientemente cuadradas. Pone en su teléfono una canción, y los auriculares. Él no ha sido siempre un hombre gris. Hubo un tiempo, en los primeros años de la librería, que bromeaba con los clientes, con sus compañeros, que flirteaba con aquella chica que traía los libros de una editorial que ahora no recuerda, y que se casó en aquella librería, entre sus amigos, pero han pasado muchos años de aquello. Su mujer está con un ex jugador de fútbol y con sus dos hijas, la chica de la editorial fue despedida, los compañeros cambiaron y sus amigos siguieron con sus vidas sin contar con él. Se lleva bien con su mujer, ve a sus hijas cada dos semanas y el verano entero lo pasan con él. Son buenas chicas. Cuando se aburren no lo dicen para no herirle y siempre están dispuestas a escucharle o pasar un rato con él. Ha tenido suerte con ellas, sí; tal vez haya gastado toda su suerte con ellas y para los demás aspectos de su vida no le haya quedado.

En la calle empieza a caer una fina lluvia. Lleva sin llover más de dos meses. No es una tormenta de verano, es una lluvia fina que refresca el ambiente. Se queda frente a la puerta, y pone el cartel de abierto. Vuelve a sonreírse. Está triste, realmente triste, pero esos pequeños detalles le provocan una sonrisa involuntaria en la cara. Sigue sonando la guitarra de Jimi Hendrix en sus auriculares y le quedan unas veinte páginas para terminar A sangre fría. En ese momento entra una mujer como un vendaval en la librería. El hombre se sobresalta. Casi se cae de la silla, pero consigue quedarse sentado; la mujer se tropieza con un par de cajas, pero también mantiene el equilibrio. El hombre la mira extrañado, pero es incapaz de articular palabra. Ella se apoya en el escritorio. –Le necesito, he visto el cartel de abierto y he entrado, dice la mujer jadeando. –¿De verdad ha salido a las cuatro de la mañana buscando una librería abierta?, pregunta él curioso y preocupado. –Es una larga historia. Se la contaré en otro momento, ¿sabe usted dónde está el bar de Giacomo?-. Parece necesitar esa información. El hombre recuerda haber ido alguna vez a aquel tugurio. Lo dirige un italiano sin mucho talante para la cocina, y sin mucho talento para la barra, o al revés. La comida es bastante decepcionante, y la cerveza, cuesta digerirla, sin embargo tiene éxito por su fama de local donde se han producido algunas de las reyertas más famosas de la ciudad. La mujer parece extranjera. Solo los forasteros desconocen el bar de Giacomo –Está relativamente cerca de aquí, a dos calles. Tiene que girar…-. La mujer lo interrumpe,- ¿me acompaña?, le pregunta sin dudarlo. El hombre titubea. Nada de aquello tiene mucho sentido. Una mujer entra en una librería que está a punto de echar el cierre para siempre, a las cuatro de la mañana porque hay un cartel de abierto, le pide la dirección de uno de los lugares más reconocidos de la ciudad, y después le pide que le acompañe. Si le quieren secuestrar, tampoco podrán pedirle mucho, aparte de algo de dinero de una caja que tiene más polvo que las estanterías, o algún libro descatalogado que tiene en su biblioteca particular. Tal vez la última noche en su librería, merezca una especie de aventura de despedida, como aquella vez que besó en el almacén a la chica de la editorial. Quizá necesite algo así. El hombre asiente, y se pone una chaqueta de punto, que en ese momento le parece totalmente pasada de moda y salen a la calle.

La mujer camina con paso animado relativamente detrás de él. Él tiene que avivar su zancada porque tiene que guiar a aquella extraña por las desiertas calles, ahora mojadas por una fina pátina de lluvia. -¿Cómo se llama?, pregunta poniéndose a la altura del hombre. Por un momento él no sabe que responder. “Buena pregunta”, piensa. Hacía mucho que nadie se interesaba por su nombre. –Val, responde finalmente. –Curioso nombre. Yo me llamo Grecia-.
-Tu nombre también es bastante peculiar, le responde Val; intenta hacer una referencia a las Guerras Médicas, a 300, pero no le sale nada. “Pues al lugar donde vamos se parece a la batalla de las Termópilas. Es una guerra continua”, demasiado tarde para ser considerado una respuesta acoplada en la conversación o ingeniosa. -¿y por qué vamos donde vamos?, dice Val. Ella se queda callada durante unos segundos que son eternos. –Mi marido me pilló con su amigo en la cama. Su amigo ha sido mi amante, antes de que mi marido fuese mi marido. Lo llevábamos bien. Yo trabajo en una empresa de seguros. Podía decirle que me iba de viaje a ver nuevas tácticas y maniobras más vanguardistas para encasquetar seguros a abuelas de más de setenta años. El asunto es que nos pilló porque no es tonto, por eso me casé con él. El problema es que su reacción ha sido algo desmedida. 
Ha cogido su escopeta de caza y quiere meterle un perdigón en la entrepierna a mi pobre Joe-. Val se queda mirándola sorprendido, estupefacto. Intuye que Joe es el amante.No sabe muy bien que responder. Desde luego no parece ninguna forastera precisamente, y por lo que dice, su marido parece que debe ser un habitual del lugar al que se dirigen. –¿y no sabías donde estaba el bar de Giacomo?-. Ella lanza una sonrisa pícara. –Claro que lo sabía, pero quería ir con alguien. Cuanta más gente haya en el bar menos posibilidades tengo de ser el blanco de su disparo. Irá bastante borracho seguramente-. Y se queda tan tranquila piensa Val. Por un momento Val opina que lo más lógico es plantarse, pero las luces parpadeantes del bar ya están demasiado cerca. Esa mujer le ha caído bien, aunque le quiera como carnaza de posibles balas de su marido.

Entran en el cuchitril y un hombre, que debe ser el esposo, está gritando a otro hombre al que ya debe haber asestado un par de puñetazos, porque tiene un ojo con bastante mal color. La escopeta que Grecia ha mencionado la tiene en una silla cercana a él. El camarero, que debe ser hermano de Giacomo por la similitud en sus formas, mira indiferentemente la escena mientras lava unos vasos, con un trapo que no aguantaría un asalto a una inspección de sanidad rutinaria, pero en ese bar parecen regir otras leyes. Val ni siquiera está seguro de que la gravedad sea la misma. Grecia avanza cautelosamente hacia su esposo, pero Val se da cuenta de que lo intenta es coger la escopeta sin que ese hombre, por otro lado, colosal, se dé cuenta. La acción furtiva no tiene éxito y el marido coge la escopeta instintivamente, antes de que Grecia pueda hacer nada. –Contigo quería yo hablar, cariño, dice esta última palabra con excesivo sarcasmo. No parece un mal hombre, solo parece tener un mal día. Val en un momento de impetuosidad irresistible e inexplicable, se abalanza contra ese hombre mastodóntico. El momento lo pilla de sorpresa y suelta la escopeta. Ni siquiera consigue tirarlo al suelo, pero Grecia consigue coger el arma, y su amigo logra escabullirse y ponerse detrás de Grecia. Val mira hacia arriba y ve un brazo que se dirige inevitablemente hacia su rostro. Todo oscurece y Val se queda inconsciente en medio de aquel antro.

Cuando se despierta está en una cama, en una casa desconocida. Se levanta y se lleva una mano a la cabeza. Intenta incorporarse sin desmayarse. En la estantería que hay frente a él hay muchas figuras; tal vez solo sea una, pero él en ese momento ve muchas. Se vuelve a tumbar. Grecia entra en la habitación y le pone otra bolsa de hielo en la cabeza. –Has sido muy valiente, le dice entre susurros. Le besa en la frente y se vuelve a marchar. Val se vuelve a despertar más recompuesto y consigue levantarse sin tener que agarrarse a nada. Ahora descubre que si eran muchas figuras, pero quizás menos de las que había visto unas horas antes. Da un paseo por la casa, y descubre al amante, Joe, en una cama con Grecia. Duermen plácidamente. Val se marcha. No ha estado mal la despedida de la librería, piensa Val. Amanece en la ciudad. Hace frío y Val agradece tener la chaqueta.
La lluvia ha cesado y la calle huele a tierra mojada. Val camina sin mucha prisa por llegar a ninguna parte. Inconscientemente va hacia su librería. Llega y se queda durante unos segundos frente a la puerta de cristal. Ya es una buena hora. Pronto llegará el futuro dueño del local para que se firme el traspaso. Entra y se queda esperando. El cansancio hace que le pesen los párpados, pero sonríe. Una noche había escapado de la rutina que invadía su vida. Tal vez fuese el comienzo de algo nuevo. Una vieja sensación se apodera de su estómago; la emoción. Ya no se era tan viejo como antes con casi cincuenta años, aún había tiempo de empezar de nuevo, en otro sitio, en otro ambiente. Val firma aquellos papeles con cierta melancolía, pero bromea y abraza a aquel hombre. Le dice que tal vez se vaya a otra ciudad, a otro ambiente. Él hombre parece algo incómodo, pero hace un torpe esfuerzo por consolar a Val. Son las últimas lágrimas que se derraman en aquel local.

Val coge su chaqueta cambia el cartel de abierto, y se despide por dentro de una parte de su vida, quizá la más importante. Buscaría a aquella chica de aquella editorial, la invitaría a un café, ¿por qué no?


Grecia busca a Val por la casa, sale a la calle, va a su librería, pero el cartel ha cambiado. Ahora pone cerrado, y parece que será así durante mucho tiempo. Grecia suspira. Aquel hombre era especial; lo buscaría y lo invitaría a un café, ¿por qué no?

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