-¡Tierra!, ¡Tierra!, grito dejándome los pulmones aunque sé
que nadie me escucha. Después de doscientos doce días navegando a la deriva en
mi pequeño barco, parece que la suerte me sonríe, justo cuando los pertrechos
empezaban a ser inexistentes y el agua filtrada a través de una camiseta para
que fuese algo potable, había empezado a destrozarme el estómago y todos los
órganos de alrededor. Mi débil cuerpo, recupera algo del vigor del antiguo
marinero que salió de pesca hacía casi siete meses. Consigo incorporarme.
Una extraña sensación se apodera de mí y me forma un nudo en
el estómago, ¿y si aquello no sirve de nada?, ¿y si no encuentro nada con lo
que hacer señales o recursos para sobrevivir? Mi cabeza decide evitar ese
pensamiento y se centra en llegar a la orilla. Izo las velas o lo que queda de
ellas para intentar aprovechar algo de la brisa marina y acercarme a la costa
de esa especie de islote. Los reflejos que tenía el mar en aquella zona eran
preciosos, las aguas cristalinas, y por un momento me quedé totalmente extasiado
mirando esa superficie transparente que rodeaba mi embarcación. Deseaba bañarme
en ella, disfrutar del frescor, y esquivar el intenso sol que penetraba mi
piel, pero en ese instante despierto de mi ensimismamiento y recupero el control.
Estoy a punto de encallar porque la orilla está más cerca cada vez. Me bajo del
barco y toco tierra. La vegetación es abundante y sus secretos parecen
infinitos.
Oigo voces, -¿Qué va a querer?, me pregunta el camarero. –Un
café, solo. Veo como el camarero lo anota y se marcha. Todos los enamorados en
la calle disfrutando de un amor corriente. Mi amor sí que era excepcional. Miro
fijamente a la chica de la mesa de enfrente, y por un segundo sus ojos verdes
se cruzan con los míos, como cada día desde hace siete meses, hasta que yo
desvío la mirada y juego con la cucharilla del café. Sé que ella sonríe, o
quiero creerlo. La verdad, no me importa si sonríe o se ríe de mí. Hoy mi
marinero ha avistado tierra, y yo también.
Me levanto titubeante llevando mi café humeante hasta su
mesa. Veo como aparta la vista del periódico y me contempla con interés, como
si tuviese algo en la cara y no me hubiese dado cuenta, o como si le hiciese
gracia mi expresión nerviosa. Por primera vez los dos nos miramos más de un
segundo y sonreímos a la vez. Las siguientes palabras determinarían el triunfo
más grande de mi vida, o el batacazo más estrepitoso. Le digo mi nombre, ella
me dice el suyo. Le digo que la amo. Que la contemplo desde la otra mesa cada
día. Ella me responde que ya lo sabe, al tiempo que se sonroja. Los dos nos
rozamos las manos.
El marinero sonríe. Lo más parecido al paraíso se abre ante
él. Se adentra en esa densa selva, sabiendo que también puede haber peligros,
pero asume el riesgo.
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