-Saray, tienes un nuevo compañero. Está en tu habitación, me
dijo mi madre con una sonrisa en la cara. La miré con desprecio, como siempre.
Fui hacia mi habitación y contemplé al pez que estaba encima de mi mesa, dentro
de una bolsa de plástico con agua. Era de un azul eléctrico hipnótico. –Bueno,
¿Y qué nombre le vas a poner?, preguntó mi madre, pero sus palabras se
perdieron antes de llegar a mí. Estaba absorta mirando ese pez, yendo de un
lado a otro de la bolsa. No podía soportarlo. Me resultaba demasiado bello y
terrible al mismo tiempo. No lo metí en la pecera que mi madre había dejado al
lado. En lugar de eso, abrí el cajón de debajo de la mesa de mi habitación y
metí la bolsa, al tiempo que miraba al pez cara a cara, y veía en sus ojos una
expresión de clemencia, de necesidad de libertad. Cerré el cajón y traté de
olvidarme, pero estuve toda la comida inquieta. Había algo en ese pez que me
causaba una incomodidad irracional.
Cuando volví a mi habitación, abrí de nuevo el cajón y
examiné al pez detenidamente. Empecé a presionar la bolsa por un lado dejando
la zona del pez casi sin agua y vi con expresión triunfante como se movía erráticamente
dando saltitos buscando algo de agua para respirar. Devolví la bolsa a su
estado natural y supuse que el pez suspiraría aliviado, sin embargo, mi impulso
de causarle daño a ese animal no acabó ahí. Empecé a presionarle en el centro
de su cuerpo para ver si se salían sus ojos como en los dibujos. No podía
explicar porque estaba haciendo todo aquello, pero algo me exigía causarle ese
daño al pez. Noté como su azul eléctrico, empezaba a perder brillo. Su vida
estaba marchitándose y yo lo sabía. Sé que estuve toda la tarde realizándole
todo tipo de atrocidades.
Después de cenar me preguntó mi padre si me había
gustado mi regalo. Le dije que sí, encantada. Era feliz con mi nuevo amigo. Mi
padre sonrió y siguió viendo la televisión.
De repente cuando estaba a punto de dormirme, una sensación
de remordimiento irrefrenable empezó a surgirme en el estómago. Me levanté
rápidamente, para comprobar el estado del pez. Supuse que habría muerto ya que
no le había dado nada de comida, y lo había torturado todo el día, pero en vez
de eso, me encontré a un alegre pez, moviéndose sin parar. Cambié el agua de la
pecera, y saqué al pez de su prisión. Cogí algo de comida que mi madre había
dejado en mi estantería para el pez y la eché en la pecera. Me sentí
reconfortada. Un atisbo de humanidad se había encendido en mí. Después de eso,
sonreí ligeramente y me sumí en un profundo sueño.
Cuando me desperté, el cuarto estaba oscuro y el suelo en el
que estaba tumbada era extraordinariamente duro. Al principio no entendí
nada de aquello, pero cuando me estaba preguntando qué hacía allí, la realidad
me golpeó de lleno. Seguía encerrada en ese habitáculo. Los huesos me
dolían por el frío y mi piel estaba llena de moratones y cardenales. Tenía un
par de heridas preocupantes, que seguramente necesitaban asistencia médica. Vi
como la rendija de la puerta se abría y me pasaban un plato de comida, si a
aquello se le podía llamar comida.
Me incorporé y recogí el plato. Esta vez no tenía miedo.
Esta vez el pez había sobrevivido en ese sueño recurrente. Esta vez había
esperanza. Con fuerzas renovadas comí todo lo que había en el plato para
recuperar algo de mi energía. Empecé a oír voces de fondo. Tal vez venían a por
mí. Tal vez.
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